Martes, 15 de mayo
(...) (Ayer)
"Intenté dormir una pequeña siesta, pero no pude. Tampoco tenía el ánimo
para leer, y salí a la calle con un doble objeto: ver mundo y que mi
mente se distrajera con otros paisajes y comprar el libro de
Sánchez-Dragó Soseki. Inmortal y tigre, que desde horas atrás, desde
que nos dieron la noticia, llamaba a mi puerta: tenía que leerlo, en
esta fecha, precisamente la de la muerte de mi gatita.
Una vez adquirido el libro bajé desde Gran Vía hasta la plaza de Oriente. Atardecía esplendorosamente por detrás de la sierra de Guadarrama, con el último sol derramando su jugo naranja por la quebrada línea del horizonte. Había muchísima gente, la plaza hormigueaba de vida y, de fondo, desde las Vistillas, donde se celebraba la verbena por las fiestas de San Isidro, llegaban rumores de un chotis tocado por un organillo. Es la estampa con la que sueña todo escritor: un atardecer primaveral, en una plaza histórica presidida por un monumento como el Palacio Real, con toda esa danza de minueto alrededor, ciclistas urbanos, músicos, familias, parejas heterosexuales y gays, perros de todos los pelajes, turistas, grupos de adolescentes ignorándolo todo y, a la vez, comiéndoselo todo a manos llenas. Cansado, me senté en un poyete, desde donde podía contemplar tranquilamente el atardecer, que se abría ante mis ojos como un escenario de cuento. Saqué el libro de Dragó de la bolsa y lo posé sobre mis rodillas. En ese momento se mezclaron muchas cosas -el amor, la belleza, la literatura y la ausencia-, y pude tomarle una fotografía a mi alma. Pensé con nitidez, otra vez, en lo que fue y en lo que pudo haber sido y no fue. ¿No habría sido bonito haber pasado esa misma tarde allí con Dorian y E., hablando sobre libros, sobre ese mismo atardecer, sobre las cosas de la vida y la muerte, mientras la gatita, plena de vida, se subía hasta nuestros hombros arañándonos la camisa y el cuello? ¿No habría sido bonito que la gente, admirada, se nos acercara para acariciarla y ella les saludara con su enternecedor maullido? ¿No habría sido bonito…?
Era un lugar y una hora propicios para llorar, pero no lo hice, pese a que tenía ganas. Empecé a leer el libro de Dragó sobre su querido gato muerto, mientras el sol se escondía –como un gato- en ese lúgubre 14 de mayo, primaveralmente luminoso –“nadie debería morir en primavera”, dijo alguien- y tocado por una tristeza de organillo. Detrás de la enorme silueta del Palacio Real el chotis seguía sonando, envuelto en la jocundidad de las fiestas de San Isidro, tan cercanas y a la vez tan absurdas, tan falsas, tan ajenas."
Una vez adquirido el libro bajé desde Gran Vía hasta la plaza de Oriente. Atardecía esplendorosamente por detrás de la sierra de Guadarrama, con el último sol derramando su jugo naranja por la quebrada línea del horizonte. Había muchísima gente, la plaza hormigueaba de vida y, de fondo, desde las Vistillas, donde se celebraba la verbena por las fiestas de San Isidro, llegaban rumores de un chotis tocado por un organillo. Es la estampa con la que sueña todo escritor: un atardecer primaveral, en una plaza histórica presidida por un monumento como el Palacio Real, con toda esa danza de minueto alrededor, ciclistas urbanos, músicos, familias, parejas heterosexuales y gays, perros de todos los pelajes, turistas, grupos de adolescentes ignorándolo todo y, a la vez, comiéndoselo todo a manos llenas. Cansado, me senté en un poyete, desde donde podía contemplar tranquilamente el atardecer, que se abría ante mis ojos como un escenario de cuento. Saqué el libro de Dragó de la bolsa y lo posé sobre mis rodillas. En ese momento se mezclaron muchas cosas -el amor, la belleza, la literatura y la ausencia-, y pude tomarle una fotografía a mi alma. Pensé con nitidez, otra vez, en lo que fue y en lo que pudo haber sido y no fue. ¿No habría sido bonito haber pasado esa misma tarde allí con Dorian y E., hablando sobre libros, sobre ese mismo atardecer, sobre las cosas de la vida y la muerte, mientras la gatita, plena de vida, se subía hasta nuestros hombros arañándonos la camisa y el cuello? ¿No habría sido bonito que la gente, admirada, se nos acercara para acariciarla y ella les saludara con su enternecedor maullido? ¿No habría sido bonito…?
Era un lugar y una hora propicios para llorar, pero no lo hice, pese a que tenía ganas. Empecé a leer el libro de Dragó sobre su querido gato muerto, mientras el sol se escondía –como un gato- en ese lúgubre 14 de mayo, primaveralmente luminoso –“nadie debería morir en primavera”, dijo alguien- y tocado por una tristeza de organillo. Detrás de la enorme silueta del Palacio Real el chotis seguía sonando, envuelto en la jocundidad de las fiestas de San Isidro, tan cercanas y a la vez tan absurdas, tan falsas, tan ajenas."
Viernes, 18 de mayo
(...)
"El miércoles, después de salir del gimnasio, pasé por el lugar donde
encontré a Dorian. Como cada vez que paso por allí desde aquel día,
registré debajo del seto donde entonces ella maullaba de hambre, frío y
soledad, por si se repitiera el milagro o hubiera quedado grabada una
imagen especular. Evidentemente no había nada de eso, pero, un poco más
adelante, dentro del mismo recinto del jardincillo, me quedé helado al
topar mis ojos con los de una preciosa gata pardusca, acompañada de su
cachorro, exactamente igual que Dorian, pero repleto de vida y,
lógicamente, un poco más grande. La criatura mamaba con delectación de
las minúsculas ubres de su madre, que me miraba con sus ojos amarillos
surcados por la delgada línea negra de su pupila con la fijeza con la
que sólo miran los gatos y deben de mirar los tigres.
Los primeros segundos tuve la sensación de estar violando la intimidad de aquella familia que no obstante llegaba a sentir un poco mía, y me sorprendió que no huyeran, pero después, cuando la madre se hubo tranquilizado –detalle que advertí cuando dejó de mirarme fijamente-, me sentí privilegiado de asistir por primera vez en mi vida a un momento tan íntimo. Cuando el hermano (o hermana) de Dorian dejó de mamar, la mamá, que tendría cosas que hacer, me dio un aviso en forma de fiero gruñido, acompañado de terrible mirada y erizamiento del pelo. “No toques a mi cría”, me dijo claramente y, sin embargo, la dejó ahí, a mi lado, quién sabe si para que yo la cuidara durante su ausencia, y se perdió tras una esquina. Durante cinco minutos, pude estar a solas con la cría gemela de mi gatita muerta. Nada hubiera sido tan fácil como cogerla y llevármela. Al contrario que Dorian, se movía con viveza y sus ojos, negrísimos como un pozo, tenían un brillo entre terrorífico y mágico. No pasó ni un minuto sin su mamá cuando se puso a maullar, inquieto por soledad tan repentina. Puse la mano en el suelo y la moví convulsamente, tratando de imitar a un animal; la cría, atraída por el movimiento de los dedos, se acercó a mí, con deliciosa curiosidad gatuna, y pude acariciarla.
Fue entonces cuando regresó la madre, que se nos quedó mirando como miran los maridos que sorprenden a sus esposas con su amante. Me aparté del cachorro, temiendo un posible ataque furibundo de la recién llegada, y aquel volvió al seguro regazo materno. Durante un rato me quedé contemplando aquellas escenas familiares gatunas: al pequeño curioseando por el jardincillo, acercándose a todo, olisqueándolo todo y tocándolo todo, mientras la madre vigilaba sus travesuras. Me pareció de una ternura y sabiduría infinitas el que la dejara hacer, que no se entrometiera en el husmeo de la cría, como sí hacemos los humanos con nuestros hijos. Como poco a poco fue perdiendo el recelo por mi persona, pude acercarme hasta estar muy cerca, y me senté en un escalón, simplemente a mirarlos. La madre comprendió mis intenciones pacíficas y pudo dedicarse con tranquilidad a hacer su vida: limpiar a su pequeña con lametones, acariciarla con el hocico, ayudarla a superar los mil y un obstáculos de aquella selva en miniatura.
Más de media hora pasé en esa contemplación. Casi diría que los animales se acostumbraron a mi presencia, hasta el punto de ignorarme por completo. El pequeño bostezó un par de veces. Los gatos duermen mucho, dicen que dieciséis horas al día. Era la hora de la siesta, y la madre se lo llevó a un hueco cercano, a la sombra, como hecho de encargo para el noble arte de dormir. Y allí los dejé, al hermano de Dorian acurrucado junto a su mamá y a ésta vigilando el horizonte y el sueño de los justos y quién sabe si acordándose, como me acordaba yo, de la cría que nació para morir joven."
Los primeros segundos tuve la sensación de estar violando la intimidad de aquella familia que no obstante llegaba a sentir un poco mía, y me sorprendió que no huyeran, pero después, cuando la madre se hubo tranquilizado –detalle que advertí cuando dejó de mirarme fijamente-, me sentí privilegiado de asistir por primera vez en mi vida a un momento tan íntimo. Cuando el hermano (o hermana) de Dorian dejó de mamar, la mamá, que tendría cosas que hacer, me dio un aviso en forma de fiero gruñido, acompañado de terrible mirada y erizamiento del pelo. “No toques a mi cría”, me dijo claramente y, sin embargo, la dejó ahí, a mi lado, quién sabe si para que yo la cuidara durante su ausencia, y se perdió tras una esquina. Durante cinco minutos, pude estar a solas con la cría gemela de mi gatita muerta. Nada hubiera sido tan fácil como cogerla y llevármela. Al contrario que Dorian, se movía con viveza y sus ojos, negrísimos como un pozo, tenían un brillo entre terrorífico y mágico. No pasó ni un minuto sin su mamá cuando se puso a maullar, inquieto por soledad tan repentina. Puse la mano en el suelo y la moví convulsamente, tratando de imitar a un animal; la cría, atraída por el movimiento de los dedos, se acercó a mí, con deliciosa curiosidad gatuna, y pude acariciarla.
Fue entonces cuando regresó la madre, que se nos quedó mirando como miran los maridos que sorprenden a sus esposas con su amante. Me aparté del cachorro, temiendo un posible ataque furibundo de la recién llegada, y aquel volvió al seguro regazo materno. Durante un rato me quedé contemplando aquellas escenas familiares gatunas: al pequeño curioseando por el jardincillo, acercándose a todo, olisqueándolo todo y tocándolo todo, mientras la madre vigilaba sus travesuras. Me pareció de una ternura y sabiduría infinitas el que la dejara hacer, que no se entrometiera en el husmeo de la cría, como sí hacemos los humanos con nuestros hijos. Como poco a poco fue perdiendo el recelo por mi persona, pude acercarme hasta estar muy cerca, y me senté en un escalón, simplemente a mirarlos. La madre comprendió mis intenciones pacíficas y pudo dedicarse con tranquilidad a hacer su vida: limpiar a su pequeña con lametones, acariciarla con el hocico, ayudarla a superar los mil y un obstáculos de aquella selva en miniatura.
Más de media hora pasé en esa contemplación. Casi diría que los animales se acostumbraron a mi presencia, hasta el punto de ignorarme por completo. El pequeño bostezó un par de veces. Los gatos duermen mucho, dicen que dieciséis horas al día. Era la hora de la siesta, y la madre se lo llevó a un hueco cercano, a la sombra, como hecho de encargo para el noble arte de dormir. Y allí los dejé, al hermano de Dorian acurrucado junto a su mamá y a ésta vigilando el horizonte y el sueño de los justos y quién sabe si acordándose, como me acordaba yo, de la cría que nació para morir joven."