Eis Heautón era el título de un cuaderno secreto que Schopenhauer llevó consigo durante veinte años y en el cual fue acumulando una batería de observaciones autobiográficas, recuerdos, reflexiones, indicaciones pragmáticas, reglas de comportamiento, máximas, citas y refranes. Nunca publicado, después desaparecido y finalmente reconstruido en parte, este vademécum —de apenas treinta páginas— era de estricto uso personal y contiene los pilares sobre los que se asienta la obra filosófica del Maestro del Pesimismo y, por ende, de su visión de la vida.
Ateniéndome a tan sugeridor título, que probablemente Schopenhauer escogiera basándose en las Meditaciones sobre sí mismo de Marco Aurelio (en griego: Tà eis heautón), hace un tiempo decidí escribir mi Eis Heautón particular. Después lo abandoné, y olvidado estaba tal documento en los fondos de mi ordenador, hasta que hace pocos días, intrigado por un título del que había olvidado por completo su significado, lo redescubrí.
Poco o nada de interesante hay en sus páginas, sólo algunas anécdotas, algunos pensamientos no demasiado agradables y bastante poca literatura. Pero, como dijo aquél, no hay libro, por malo que sea, del que no pueda el hombre sacar algún provecho.
Publicaré en esta entrada algunas anotaciones de las que hice y, si al lector y a mí nos parece bien, otro tranco en el futuro.
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TE dicen que lo cuentes todo, que no te dejes dentro las cosas, que te sinceres, pero luego no te lo perdonan. Definitivo, mejor contar las cosas a personas a quienes no conocemos. O, mejor aún, no contar nada a nadie.
LOS escritores son como los amigos. Leemos a muchos, la mayoría nos gustan, algunos incluso nos apasionan. Pero a la hora de la verdad, en los momentos malos, siempre acudimos a los mismos, que se pueden contar con los dedos de una mano y quizá sobren dedos.
LEYENDO a Balzac. Hacía dos años que no lo leía, desde Ilusiones perdidas. Es como regresar a otra época de mi trayectoria como lector. La primera idea que se me ha venido a la cabeza es la de colmena. ¡Qué dos formas tan diferentes de hacer literatura, y a la vez qué sensación general tan parecida dejan! Al francés las ideas y los personajes parecen desbordársele de la cabeza, incontenibles; a Camilo José se le nota la paciente labor de ganchillo, el párrafo mil veces releído, tachado, corregido. Cela tardó cinco años en escribir La colmena; el francés, cuando estuvo enfermo y se recuperó, gritó: “¡ocho días en cama! ¡En ese tiempo podría haber escrito una novela!” Honoré apenas deja fragmentos de esos que recitar de memoria. Es un escritor para leer deprisa y no detenerse en nimiedades. Cela es todo lo contrario. A Cela hay que leerlo y releerlo. Leer cuatro o cinco veces el Pascual Duarte o Viaje a la Alcarria. Si sólo se lee cada libro una vez, nada agarra en nuestro cerebro que merezca la pena. De Balzac hay que leer todos los libros que se pueda, uno detrás de otro, hasta completar su mundo. Pero al final la sensación que ambos escritores dejan es parecida: un mundo, una colectividad, un documento de época. En Balzac es fácil imbuirse en cada personaje, quizá porque cada personaje no es otro que el autor. En Cela no ocurre eso. Es más notarial, parece que se limita a registrar unos hechos, aunque no sea exactamente así, porque todo lo que registra huele a literatura de la más alta calidad. En Cela hay mucha poesía, mucho amor por la palabra, mucha anécdota. Balzac lo abarca todo, y puede decirse que lo consigue. Camilo escribía despacio, como un orbefre de la pluma; Honoré manchaba papel compulsivamente y no parece que corrigiera mucho. En Cela parece todo más medido, en Balzac simplemente no existe la planificación. Leyéndolos con detenimiento, en ambos puede vislumbrarse la arquitectura narrativa (como en todos los escritores, supongo). Con Balzac uno se vuelve más propenso a soñar, a vivir esas situaciones que nunca ocurrirán, a estar en esos lugares que nunca hollará, a besar a esas mujeres que jamás conocerá, a manejar sumas dinero inimaginables, a ser pobre y de repente rico o subir a las cumbres y caer por el precipicio. Con Cela, simplemente, uno se deleita en la palabra. Lo que no sé es por qué estoy haciendo esta comparación de dos escritores tan diferentes y, sobre todo, de dos épocas distintas. Será que a uno le gustaría ser alguno de los dos (o, al menos, tener algo de alguno de los dos) pero no puede.
QUEDÉ con A. Como siempre, empezamos hablando de fútbol, de baloncesto, de estudios, de no estudiar, de trabajo, de no trabajar, y ya al final y hasta que nos despedimos hablamos de mujeres, la única conversación que entre hombres es universal y la que más consuelo —¡sin saber por qué!— nos da. A. me dijo una frase que me dejó un poco pensativo: “cuando conoces a una chica, la que no tiene novio, o lo ha tenido y cuando apareces tú vuelve o lo tendrá y no serás tú”. No supe qué decir, porque, si bien tiene algo de verdad, no es menos cierto que decir eso es rebajarse a los más bajos fondos de la mendicidad amorosa. Con esa actitud desde luego que esa sentencia será cierta, lo que pasa es que a veces sentimos un indefinible gusto por la derrota, creyendo quizá que, como no se puede caer más bajo, indefectiblemente todo irá para arriba de aquí en adelante, cuando en realidad todo en esta vida puede mantenerse igual, o lo que es lo mismo a veces, todo puede ir a peor, porque a la insufrible monotonía que toda vida trae consigo, se une el factor tiempo.
HAN pasado diez días desde que la conoció, desde la última vez que la vio, desde aquella asombrosa y recogida —oído a oído, boca a boca— conversación sobre Pedro Salinas, José Hierro, Italo Calvino y Nietzsche en aquel tugurio de mala muerte, desde aquellos besos pedidos por ella —“¿puedo darte un beso? Me parecería una tontería, teniendo ganas, no hacerlo”— que han quedado en el limbo de los amores incompletos; han pasado diez días desde el gol de Iniesta, desde su primer y último mensaje, y, a pesar de sus tímidos intentos, no ha habido más noticias. El recuerdo se aleja, su bello rostro se difumina, su voz, que al día siguiente tan clara le sonaba, retumba ahora en su cabeza, tan irreal como la de un aparecido, y no le entristece tanto el que no haya querido saber más de él como el hecho de que a él mismo no le importe gran cosa. La resignación, fatalmente, se va imponiendo, lenta, inexorable, como se va disolviendo en el aire una voluta de humo, como van muriendo una rosa cortada y un lebrato a quien su madre abandonó.
MIRA uno el móvil cien veces al día, con la esperanza jamás doblegada y nunca reconocida de encontrar ese mensaje de ella, de la persona que unos días atrás conocimos y en la que, insensatos de nosotros, hemos puesto alguna esperanza; ese mensaje que nos regale un minuto de dicha indecible, hija de la sorpresa, de la vanidad y de los sueños, pues nada hay tan ensoñador como un mensaje de móvil de tres líneas en que cabe todo lo que uno espera de esta vida. Sabemos de lo pasajero de esa alegría, sabemos que tal como viene, se va, para dejarnos huérfanos, peor, mucho peor que como estábamos; sabemos que ese mensaje es inútil y engañador como una droga, sabemos todo eso, y sin embargo daríamos toda nuestra tranquilidad, toda nuestra dulce resignación, por recibirlo.
QUEDÉ con Fulanita. Se presentó en Callao ataviada con un hortera vestido de mercadillo que le dejaba al aire las largas y blanquísimas piernas, que no es que fueran feas, todo lo contrario, pero que enmarcadas con ese vestido como del siglo XVIII perdían cualquier atisbo de erotismo. O, al menos, había que concentrarse mucho para encontrarlo, así es que por unos momentos intenté creerme un personaje de Lord Byron, en una de esas transmutaciones literarias que a uno tanto le gustan. Cuando nos saludamos se la veía nerviosa, pero ese nerviosismo dejaba traslucir una tristeza perenne que sinceramente no se entiende en una cara tan limpia y bonita. Parece buena chica, pero de buenas a primeras empezó a participarme de sus cuitas amorosas, de su tremenda mala suerte con el género masculino. “Es que tengo muy mala suerte, siempre se van con otras”, no paraba de repetir. “Porque salta a la vista —continuaba— que yo no soy ningún pibón”. “Bueno, mujer, no pasa nada, ya aparecerá tu príncipe azul”, le decía yo, porque en realidad no sabía qué decir que la animara. Ni siquiera sabía si realmente quería que se animase. Si le decía que era muy guapa y que no tenía por qué preocuparse, cosa que realmente pensaba, iba a parecer que el desesperado era yo y probablemente habría perdido toda opción de lo que fuese, que está bien claro lo que era. Evidentemente no iba a decirle lo que quizá sea cierto, esto es, que con tal actitud la suerte la va a ir esquivando, así que opté, además de por el “ya llegará”, por decir que todo en esta vida va en rachas. A lo que me soltó: “pero es que esta racha dura ya demasiado”. Me limité a encogerme de hombros. Caminábamos por la Gran Vía y, deseoso de cambiar de tema, dije algo que ya sabía, que habían cerrado una sala de cine para abrir una tienda de ropa femenina, conservando partes del antiguo local, como los números de las salas y algunos carteles de películas clásicas. Estábamos, con esa mirada que no mira nada, con los ojos fijos en el escaparate, con sus escuálidos maniquíes, cuando dijo: “claro, a estos muñecos todo les queda bien, les recogen la ropa con alfileres por detrás, así cualquiera. Yo con este cuerpo escombro es imposible”. Y repitió: “porque salta a la vista que yo no soy ningún pibón”. Yo no sé si era falsa modestia o que lo sentía realmente, en ese momento parecía más bien lo segundo. Lo único que sé es que empezaba a cargarme y que cada vez me iba apeteciendo más y más llevármela a la cama pero no hablar con ella, halagüeña perspectiva que sabía perfectamente que no iba a darse, pues si quería llevármela a la cama debía hablar antes con ella, y si no quería hablar con ella lo que tenía que hacer era irme, lo cual excluía el poder llevármela a la cama. Sentí cierta vergüenza al darme cuenta de que la gente se la quedaba mirando no por su belleza, que con otra vestimenta bien podría ser, sino por su vestido. Ella no parecía percatarse. Anduvimos por el Madrid antiguo, Cava Baja y aledaños. Anochecía, y decidimos tomarnos algo en una terraza de la plaza del Humilladero. Bonita estampa la nuestra, en una plaza de sabor clásico, con el olor a ajo flotando entre las piedras antiguas, el revoleo de la conversación de café, un par de cipreses recortándose allá en el cielo atardecido, las palabras que, ya sólo por estar allí, sonaban como a Siglo de Oro. Sólo por eso ha merecido la pena la cita. Cuando noté que estábamos más cómodos y había algo más de intimidad en la conversación, procuré conducirla por donde me interesaba, que no era otro camino que el que llevara a su casa y a su cama. Vi tal fulgor y a la vez tanto miedo en sus ojos que me dije que aquello podía ser divertido. Frente a mi propia inseguridad, que intentaba disimular, se levantaba una inseguridad aún más grande. Un apasionante duelo de inseguridades que podía acabar de cualquier manera, bien como el rosario de la aurora, bien en un triunfo indisimulable por ambas partes. Hice por olvidarme de su vestido y de sus lamentos de Job y le propuse sin ambages que subiésemos a su casa, sabiendo como sabía que vivía en la calle de la Magdalena, muy cerca de donde estábamos. Ahí acabo todo. La inseguridad impostada desapareció, le subió la indignación y el orgullo a la cara, se levantó de la silla y se fue diciendo “sois todos iguales”, dejándome solo, petrificado, en la mesa de la terraza, con decenas de rostros vueltos hacia mí.
REFLEXIÓN obvia, manida, pero que no se puede dejar de repetir, porque uno sospecha que se trata de una de esas aseveraciones más cercanas a lo que vulgarmente suele llamarse verdad: cada vez estoy más convencido de que lo que nos mantiene en equilibrio sobre la cuerda de la vida, lo que llena el vacío de nuestros días, son esos instantes de felicidad completa que de vez cuando nos vienen, o nos encontramos al escuchar una canción, al pasear por un parque rodeado de árboles, al leer un párrafo, al recordar un libro, al adelantar una actividad de nuestra rutina a la que nunca habíamos dado demasiada importancia; esos instantes de felicidad completa que no sabemos de dónde vienen —quizá estén ahí siempre, sólo que de vez en cuando salen como el conejo de su madriguera para que no nos olvidemos de que existen— pero que nos encienden la mecha necesaria para no capitular, para no colapsarnos sobre nosotros mismos. Se diría que, en nuestro interior, como en las estrellas, actúan dos fuerzas: una, la gravitatoria, que podríamos relacionar con la tristeza y otras dolencias del espíritu, y que hace que nos colapsemos sobre nosotros mismos como un agujero negro; y otra, que en las estrellas es el calor, y que en nosotros podrían ser esos momentos de felicidad de que hablo y que podrían tratarse de la tranquilidad de conciencia, que, expandiéndonos desde dentro, evitan ese colapsamiento, manteniéndonos en un equilibrio.