Hoy, sábado 3 de julio, juega España su partido de cuartos de final contra Paraguay, que tiene expectante al país y a quien esto escribe. Además, Alemania y Argentina rinden homenaje a su propia historia y a la de la Copa del Mundo con un duelo clásico, de los que verdaderamente gustan a los aficionados al fútbol. Pero, para mí, hay un acontecimiento deportivo aún más importante que los que acabo de mencionar: empieza el Tour.
Siempre he pensado que los dos grandes inventos del siglo XX en lo que al deporte se refiere son, y da igual el orden, la Copa de Europa de fútbol (ahora Champions League), que echó a andar en 1955, y el Tour de Francia, cuya primera edición, la de 1903, la ganó el francés —italiano de nacimiento— Maurice Garin, deshollinador de profesión.
El porqué de considerar por encima a estas dos competiciones de otras como el Mundial de fútbol o los Juegos Olímpicos es meramente subjetivo, pero se apoya, fundamentalmente, en su carácter anual. Y ello quiere decir que, al contrario que las que acabo de nombrar, celebradas cada cuatro años, tanto la Champions League como el Tour se han metido de lleno en nuestras rutinas, porque, ¡qué difícil es imaginar un mes de julio sin el Tour, o una primavera sin las ardientes eliminatorias europeas!
Lo verdaderamente importante no ocurre cada cuatro años, sino todos los días.
Todos necesitamos que nos cuenten historias, quizá por estar hastiados de la nuestra propia por demasiado conocida. Y el deporte, la gran competición, es una de las mayores historias que nos pueden contar, sobre todo por su inherente incertidumbre. Woody Allen solía decir que le gustaba el deporte porque nunca se sabe lo que ocurrirá al final, porque el guión puede cambiar en cualquier momento, porque nunca se está a salvo de la sorpresa, de lo inesperado, de lo inverosímil, para placer y agonía del espectador.
El deporte, y si nos centramos en el Tour, en un sólo Tour, no es más que la novela de un hombre reducida a tres semanas, un coto cerrado de vida y muerte en el que ocurre todo, en el que, como en nuestras existencias, hay buenos y malos momentos, asombrosas resurrecciones y vertiginosas caídas, gloria y tragedia —22 ciclistas han muerto en el Tour— etapas decisivas, las menos, y otras de aparente transición, las más, pero sin las que sería imposible entender la trascendencia y la belleza de una carrera única que nos hace más llevadera las siniestras tardes veraniegas. Tengo un amigo que suele decirme que cuando acaba el Tour acaba el verano. No puedo evitar asentir con la cabeza a estas palabras, con un gesto de vago fatalismo...
Los casi doscientos ciclistas que hoy toman la salida en Rotterdam son personas apasionadas por su trabajo. A todos nos gusta ver a gente apasionada por su trabajo, quizá porque no es usual verlo en la vida ordinaria. Ello nos reconforta y nos reconcilia con nuestra propia especie. Ver subir a un ciclista un puerto de casi veinte kilómetros con el sol cayéndole a plomo y luchando contra lo imposible —la gravedad— y contra sus competidores nos reconcilia con nuestra propia especie. Por eso veo, vemos, el Tour cada año, con independencia de que haya españoles luchando por la victoria.
El verano francés quizá sea el más famoso del mundo. Ningún país del mundo puede presumir de que, año tras año, se emitan a todo el mundo imágenes en directo de sus paisajes, ciudades y pueblos. Después de comer, en esa hora siniestra y contemplativa, esa hora que, según las estadísticas, es la de mayor índice de suicidios, es un gozo encender la televisión (hay veces que sí lo es, palabra) y dejarse mecer suavemente por ese pelotón multicolor que hace camino al pedalear, que hace camino como lo hacemos todos, con mejor o peor fortuna, por este valle de lágrimas que es la vida.
Sólo uno gana en París. Pero, para quien esto escribe, no es eso lo que importa, ni lo más bello, ni lo que queda para la posteridad. El que sólo haya un ganador del Tour implica que hay muchos, casi doscientos, derrotados detrás. Y si uno quiere ser coherente con su gusto decadente, con su inclinación por la estética de la derrota, no puede por menos que ponderar la belleza de esta carrera colosal que hace del amarillo, sin lugar a dudas, el color del verano desde la infancia.
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