domingo, 4 de abril de 2010

A HOMBROS DE GIGANTES


http://www.youtube.com/watch?v=_4R0cB7OEGo&feature=related

(...)

"Era una habitación pequeña y lóbrega, con muebles apretujados y oscuros, que tenía un evidente aire de tristeza. Al instante me vino a la mente la habitación de la pensión de Norman Bates, en la película Psicosis, aquella de los pájaros disecados. Sí, sin duda era una habitación de película antigua, con su cama grande de barras doradas, su mesilla de noche a cada lado, su armario estrecho y oscurísimo, perfecto símbolo de los miedos infantiles. A la derecha, según se entraba, estaba el cuarto de baño, y al fondo, coronando unas breves escaleras de dos peldaños, una pequeña puerta a modo de ventana que daba a una escueta terraza de dos metros cuadrados, y que se asomaba a la carrera de San Jerónimo. Estábamos en una de esas buhardillas propias de muchos edificios del viejo Madrid, y desde la terracita, mirando a la derecha, detrás del reverso del cartel de Tío Pepe, se disfrutaba de una magnífica vista de la Puerta del Sol, y a la izquierda se veía caer a la carrera de San Jerónimo hacia el Congreso de los Diputados. Hacía calor y olía a ambientador barato y desagradable, que apenas podía enmascarar las muchas décadas de huéspedes de aquel antiguo hotel.

Abrí la puerta para que entrara un poco de aire y desalojar algo de aquel aroma de ancianidad, que amenazaba con provocarme dolor de cabeza. A los cinco minutos, cuando el ambiente se hizo mínimamente respirable, la cerré. No quería que escapara de aquel cuartucho ni un átomo de intimidad, ni una gota de recogimiento. El techo bajo, la luz pálida, los muebles oscuros, eran un acicate para estrechar nuestros cuerpos. Puede decirse que no quedaba otro remedio, porque el espacio era el que era, y que tarde o temprano, si alguno de los dos quería moverse, inevitablemente rozaría con el otro por la falta de espacio. En estas estupideces pensaba yo. Pero, ¿para qué habíamos subido aquí? ¿No me había besado ya, acaso? ¿Por qué seguía tan inseguro, considerando las probabilidades que tenía de hacer el amor con ella aquella noche, si estaba más que claro? No había subido obligada, ni siquiera lo habíamos hablado. Paseábamos, vimos la entrada de un hotel y, sin decirnos nada, entramos y pedimos una habitación. Era perfectamente consciente de que Azahara estaba despechada por algo que había sucecido en el New Garamond, y que ese algo estaba relacionado con Isaac. Isaac. Me di cuenta de que durante el paseo nocturno y hasta ese momento le había olvidado por completo. ¿Qué estaría haciendo? ¿Seguiría en el New Garamond o ya estaría formando un trío en una habitación de hotel, una habitación grande, moderna y lujosa, con pantalla de plasma, mini bar y recibimiento floral, que nada tenía que ver con la que nosotros pisábamos? Tuve suerte. Azahara estaba allí conmigo porque tuve la fortuna de ser el primero que encontraba con quien desahogar sus penas. Sabía que no estaba allí conmigo por amor. Pero, a la vez, era tan grande el contraste entre la hipotética imagen de Isaac, con su físico imponente, su BMW, su personalidad arrolladora, su dinero, su inteligencia, la inmensa habitación de hotel que podía reservar; era tan grande el contraste de esa imagen cargada de tentaciones con la mía y mi miserable buhardilla, que por un segundo me dije que no podía ser otra cosa que amor la causa de que la tuviera allí conmigo, sentada en la cama, quitándose la cazadora. Pero no, era un segundo de autoengaño. ¿Qué habría pasado en New Garamond? Era mejor no pensarlo. No podía andar pensando en esas cosas en aquel momento. Y no volví a pensarlo en lo que quedaba de noche.

Me acerqué a la puerta-ventana, volví a abrirla, subí a la terracita, apoyé una mano en el muro bajo de cemento que la delimitaba y miré al cielo. Azahara se acercó a mi lado, y también miró al firmamento, negro, con esa fina gasa de luz urbana. A duras penas se veían unas pocas estrellas, de débil fulgor. Me di cuenta de que apenas habíamos hablado desde que nos besamos.

—Allí en mi pueblo de Extremadura parece que vivamos en otro planeta de todas las estrellas que se ven. —dije, por decir algo. Dos personas de noche mirando el firmamento. Muy original por mi parte.
—Es una pena, aquí se ven muy pocas. Mira cómo brilla esa.

Y me señaló a la más brillante de todas, gorda y distante como una perla fugitiva.

—Eso no es una estrella.
—Ah, ¿no? ¿Y qué es si puede saberse, señorito? ¿Qué es si no una estrella, listillo? ¿Un cometa? ¿Un avión? ¿Un OVNI? ¡Llamemos a Iker Jiménez!

Se rio.

—Es un planeta.
—¿Cómo va a ser un planeta?
—Sí, es un planeta, es Venus. No tiembla. La luz de las estrellas tiembla, de lo lejos que están. Los planetas (los que se ven, claro) no tiemblan. Fíjate bien. Compara a la que dices con aquella otra. Su brillo es oscilatorio, va como a trompicones.

Miró con fijeza a ambos astros, con gesto de asombro, durante unos segundos, durante los cuales observé con voluptuosidad sus labios entreabiertos.

—La he visto temblar.
—A cuál.
—A Venus.
—No, eso es imposible.
—Claro que no. Ha temblado. Lo he visto. Los planetas también tiemblan. ¿Por qué van a temblar las estrellas y no los planetas?
—Ya te lo he dicho, porque están muy lejos.
—Pues yo creo que ha temblado.
—No, no ha temblado, Azahara.
—¿Y cómo sé que eso es un planeta y no una estrella?
—Porque te lo digo yo. Eso es Venus.
—¿Y por qué lo sabes tú?
—Porque lo he leído en algún sitio.
—Ah, pero es qué tú lees.
—De vez en cuando.
—¿Ah sí?
—Sí, no sé de qué te asombras.
—¿Y no se ven más planetas que Venus?
—Desde la Tierra también se ven a simple vista Mercurio, Júpiter, Saturno y Marte, aunque no tan brillantes como Venus.
—¿Y cómo se diferencian?
—Por el brillo y la posición en la bóveda. Mercurio, por ejemplo, es muy brillante, pero está muy cerca del Sol y siempre viaja casi a ras de suelo, por lo que no se le ve mucho. Júpiter es el segundo más brillante, después de Venus. Si tuviéramos un telescopio, podríamos ver incluso su superficie. Está mucho más lejos, pero es mucho más grande, infinitamente más grande, es enorme. Es imposible hacerse una idea.
—¿El doble que la Tierra?
—Mucho más. Caben quinientas, mil Tierras quizá.
—¡Puf!
—Pareces una niña.
—No soy una niña.
—He dicho pareces. ¿Sabías que Venus es el tercer objeto más brillante del cielo después del Sol y la Luna, mucho más que cualquier estrella, por grande que ésta sea? ¿Y que, junto con ellos dos, es el único capaz de dar sombra?
—¿Y cómo es de grande Venus?
—Como la Tierra, más o menos.
—¿Y Marte, dónde está?
—Ahora no se ve. Pero si se viera comprobarías que es rojo. Tampoco tiembla.
—Venus ha temblado.
—Eres igual de cabezona que una niña. Eres una niña.
—No me creas, te digo que ha temblado.
—Lo que tú digas, niña.
—Marte es ese planeta donde dicen que hay vida, ¿no?
—Sí, pero yo más creo que hubo vida hace mucho tiempo. Vida inteligente, quizá, con sus ciudades, sus carreteras, sus canales, su historia, su cultura. Creo que Marte es la viva imagen de la Tierra dentro de muchos millones de años. Somos unos privilegiados, sabemos cómo será nuestro planeta mucho tiempo después de que hayamos muerto, mucho tiempo después de que muera el último de nuestra especie.
—Pues yo creo que no somos tan privilegiados, es deprimente pensar que todo esto desaparecerá y quedará convertido en un desierto rojo.
—Puede que tengas razón.

El tiempo. Una hora, dos horas, tres horas. Una noche. New Garamond. Una habitación de hotel. Millones de años, miles de millones de años. Nuestro cerebro, en ningún caso, está hecho para poder comprender que puedan pasar miles de millones de años de un suceso a otro.

—¿Y Saturno, dónde está?
—Ahora no se ve. Pero, igual que Júpiter, con un telescopio podríamos ver sus anillos. Es precioso, es el planeta más bonito del Sistema Solar. Después de la Tierra, claro.
—¿Y se pueden ver los anillos?
—Claro, con un buen telescopio.
—¿Tú los has visto?
—Sí. Es impresionante.
—Qué maravilla.

Siguió mirando la bóveda oscura, ahora en silencio.

—¿Y tú por qué sabes todas estas cosas?
—Lo he leído, ya te lo he dicho.
—Es interesante.
—Sí que lo es. A mí, por ejemplo, me fascina pensar que esa imagen de Venus que vemos ahora es de hace cuatro o cinco minutos.
—¿Cuatro o cinco minutos?
—Sí, lo que tarda la luz en llegar hasta nosotros. Está tan lejos que la luz, que es lo que más corre, tarda cuatro o cinco minutos en llegar hasta nosotros.
Miró de nuevo a Venus, con admiración mitológica.
—Pero decías que no temblaba porque estaba más cerca que las estrellas.
—Claro, pero es que las estrellas están mucho, muchísimo más lejos. La más cercana está a cuatro años-luz. Se llama Alfa Centauri. La imagen que vemos de ella es de hace cuatro años. Acuérdate de lo que hacías hace cuatro años. Ha pasado mucho tiempo, según tu percepción. Pues bien, la imagen que ves de esa estrella es de cuando tú hacías eso. Una nave espacial tardaría cientos o miles de años en llegar. Y es la más cercana. Imagínate las demás. Las estrellas y galaxias más lejanas están a 12.000 0 13.000 millones de años-luz. ¡13.000 millones de años, piénsalo bien! Y es probable que haya otras galaxias aún más lejanas de las que aún no nos haya llegado su brillo, de lo lejos que están.
—¿Y dónde están?
—Al fondo, detrás de todo lo que vemos y no vemos. Están lejísimos, tan lejos que parece imposible siquiera verlas con el mejor de los telescopios. Pero se ven.
—¡Yo quiero verlas!
—Yo he visto una foto en un libro que tengo, te la enseño cuando quieras. La tomó el Hubble, y se llama Campo Ultraprofundo. Es algo extraño, apretujado, caótico, como un universo en formación. El límite del universo. El inicio de los tiempos. Tenemos imágenes de cuando el universo se estaba formando. Es como un viaje en el tiempo. Por supuesto que se puede viajar en el tiempo. Todo lo vemos en pasado, absolutamente todo. Es imposible de comprender, inabarcable para el cerebro humano, ¿no te parece?

Pareció sumirse en profundas reflexiones. Había picado su curiosidad de niña con la conversación sobre Venus y su luz temblorosa.

—¿Sabes? —dije, después de un silencio—. Hasta hoy tú eras como una de esas estrellas tan lejanas, como un misterio. Podía verla, pero en ningún caso estaba en mi mano ni tocarla ni conocerla en profundidad.

No dijo nada, y, comprendiendo que me había equivocado al decir aquello, no volví a tocar el tema.

—Dices que Júpiter es el planeta más grande, ¿no? —continuó.
—Del Sistema Solar, sí. Se sabe que fuera del Sistema Solar hay planetas mucho más grandes, más grandes incluso que algunas estrellas.
—¿Y cuál es la estrella más grande?
—Betelgeuse. Es una Súpergigante Roja. Si estuviera donde el Sol, nos tragaría, y tragaría también a Marte, y a Júpiter. A Saturno quizá no. El Sol, dentro de mucho, también será una Súpergigante Roja. Agotará su combustible, y, cuando lo haga, buscará desesperadamente más, empezará a hincharse, a hincharse, y morirá de dos formas posibles: apagándose, sin más, o en una gigantesca explosión, una súpernova.
—¿Una súpernova?
—Sí. Es una explosión rapidísima, inimaginable, en la que se liberan cantidades ingentes de materia al universo, y de la que se formarán otras estrellas, nebulosas, planetas. Nosotros mismos, todo lo que vemos, sentimos, tocamos, es producto de una súpernova que ocurrió hace muchos miles de millones de años. Tú y yo somos exactamente lo mismo que cualquiera de esas estrellas que ves ahora. Somos producto de una muerte.
—Y después de la súpernova, ¿no queda nada? ¿Desaparece la estrella así, sin más?
—No, queda un cadáver estelar, una estrella diminuta, una enana blanca o una estrella de neutrones. Una canica hecha del material de una de éstas estrellas pesaría como todos los edificios de la ciudad de Madrid juntos.

Se hizo un silencio. Azahara miraba al cielo, como hechizada.

—Betelgeuse. Qué nombre más bonito —dijo.
—Sí que lo es.
—¿Qué significa?
—Hombro del Gigante. Es árabe. No sé por qué se llama así, si la gigante es ella.
—¿Y no se ve desde la Tierra?
—Sí. Y se ve roja, como Marte, unas veces más grande y otras más pequeña, porque es una estrella variable. Tiene ciclos en los que se hincha y otros en los que se encoge.
—Estará lejísimos.
—Sí. Pero es tan inmensa que no sólo la podemos ver a simple vista, sino que además nos llega su luz rojiza. Es increíble.
—Madre mía, qué cosas...
—Eres una niña curiosa.
—No soy una niña.
—Sí, sí que lo eres.
—Una niña no haría ciertas cosas.

Y me besó. A los pocos segundos despegó sus labios de los míos, miró a Venus, y me dijo:

—Tienes razón. No tiembla. No la he visto temblar.

Y volvió a besarme. Noté su respiración acelerada y, como un efecto de acción-reacción, mi pecho también se desbocó, como liberado del estupor inicial. Me entregué a ella en cuerpo y alma. Saboreé su boca húmeda, mordí y absorbí su lengua juguetona, lamí su rostro, su cuello, sus orejas, limpié con mi saliva el rímel corrido de sus ojos. Besé mucho sus ojos, como intentando sacarlos de sus órbitas. Lo que más me gustaba era cuando su lengua me recorría el lado derecho del cuello. En el izquierdo no sentía nada, pero sí en el derecho. Un escalofrío intensísimo, inusitado, casi excesivo en ese lado derecho, como compensando la insensibilidad del izquierdo. Mejor así, toda la intensidad concentrada en un único lugar, mejor que mediocremente repartida en varios.

Entramos en la habitación y comenzamos a desnudarnos..."

(Nota: únicamente por la razón de su hermoso y evocador nombre, se ha mencionado en este verídico relato a Betelgeuse como la estrella más grande conocida. No es cierto. Tal honor lo ostenta VY Canis Majoris, una hipergigante roja situada a 4900 años-luz de la Tierra y que tiene un radio de más de 2.500 millones de kilómetros, o sea, 2000 veces el Sol. Betelgeuse, "El hombro del gigante", sólo es la novena en la lista.)

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