Los focos y las noticias se los han llevado la Osa y el Madroño, que han sido cambiados de lugar. Ya no están en la desembocadura de la calle del Carmen, sino mirando hacia la Montera. A algunos el cambio ha incluso molestado y están indignadísimos, dicen que para qué cambiar algo que lleva ahí toda la vida, un punto de encuentro donde cualquier día de la semana, a cualquier hora —pero más los fines de semana— se concentraba la turbamulta en espera de alguien que tarda, en espera de alguien que se ha perdido, está encerrado en un atasco o simplemente lleva a cabo el viejo truco de hacerse de rogar por su enamorado. Era el lugar de cita por antonomasia de Madrid, aunque yo, intentando siempre huir de los lugares comunes —y ningún lugar más común que la Osa y el Madroño— jamás propuse a nadie quedar en tal sitio. En realidad la cosa no es tan grave ni es necesario rasgarse las vestiduras, pues el símbolo de la ciudad ha sido devuelto a su emplazamiento original, unos pocos metros al este, frente al edificio del Tío Pepe.
La verdad es que a mí que cambien o dejen de cambiar la Osa y el Madroño me da bastante igual, como si la quieren arrancar y llevarla al monte de El Pardo a que coma bellotas en libertad. Y digo bellotas porque madroños, en Madrid, ya no hay. Osos tampoco, claro es. En lo que poca gente ha reparado, y es por lo que escribo esta entrada, es en que la Mariblanca vuelve a atalayar el corazón de Madrid, "rompeolas de las Españas", que dijo Antonio Machado, convirtiéndose en la vigía que vela por el buen orden de este "sugestivo proyecto de vida en común" (Puerta del Sol, Madrid, España) que se va a pique. El Ayuntamiento ha tenido la magnífica idea de reubicarla en el lugar de donde nunca debió desaparecer. He oído algún estúpido comentario —"gastar dinero a lo tonto"—, pero yo me congratulo de que la blanquísima estuatua vuelva a dar sombra a nuestro kilómetro cero.
Ahora no está en su antigua ubicación, frente a la desaparecida iglesia del Buen Suceso, en lo que hoy es la nueva boca de Cercanías, sino en el inicio de la calle Arenal. Eso es lo de menos, lo importante es que está de nuevo con nosotros, y ha regresado radiante, con un blanco purísimo que daña los ojos, con la barbilla un poco más altiva, la mirada más alegre y vivaz y el seno descubierto más voluptuoso. Siempre es un placer volver a casa, ¿verdad bella?
Hace unos días paseaba mis pies desocupados por el centro de Madrid. Era una mañana de octubre salpicada de soles primaverales, y una luz franca y decidida doraba la Villa y Corte, trocando los gastados cobres de otoño por lustrosos oros de mayo. Andaba cabizbajo y pensativo, dándole vueltas a la cabeza a varios asuntos que no vienen al caso, un poco al margen del hormigueante tráfago de gentes que circulaba, presuroso, a mi alrededor. Atravesé por la Puerta del Sol y, de pronto, una aparición inesperada me hizo salir de mi circunspección: era la Mariblanca, a cuyos pies descansaban sentados algunos ancianos y turistas. Me la quedé mirando, entusiasmado, y un escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies al tiempo que, emocionado, rememoraba uno de mis pasajes literarios favoritos, el cual, por supuesto, me sé de memoria. Es del Episodio El 19 de marzo y el 2 de mayo, y narra los momentos inmediatos a que Gabriel e Inés, la eterna pareja, escaparan de las garras de los avaros tíos de la muchacha:
"Vistióse tan precipitadamente, que la vi medio desnuda. Pero ni ella, con el gran azoramiento de la prisa, cayó en la cuenta de que estaba mostrando su lindo cuerpo, ni yo me cuidaba más que de ayudarla a vestir, poniéndole enaguas, medias, zapatos, ligas. Al fin salimos de la casa y huimos a toda prisa de la calle de la Sal, por temor a encontrar al licenciado Lobo o a mi amo. Hasta que nos vimos en la Puerta del Sol, no tomamos aliento, y sintiéndome yo sin fuerzas, nos sentamos en un escalón junto a la Mariblanca. Profundo silencio reinaba en la plaza: Madrid dormía sosegado y tranquilo. Paseé mi vista en derredor, y no vi más que dos perros que se disputaban un hueso. El chorro de la fuente alegraba nuestras almas con su parlero rumor.
—Ya estás libre, condesilla —dije, reclinándome sobre el pecho de Inés—. Bendito sea Dios que nos ha sacado de allí. No te olvidaré nunca, horrenda noche de amargura; no te olvidaré nunca, risueña mañana de este día feliz. Estamos en lunes, día 2 del mes de mayo.
Un rato permanecí en aquella postura, porque estaba rendido de cansancio. El día se acercaba; se sentían los lejanos y vagos rumores, desperezos de la indolente ciudad que despierta. Por Oriente, hacia el fin de la calle de Alcalá, se veía el resplandor de la aurora, y cuando nos retirábamos, Inés y yo nos detuvimos un instante a contemplar el cielo, que por aquella parte se teñía de un vivo color de sangre".
No es casualidad que Galdós describiera aquel amanecer del 2 de mayo de 1808 con la frase "un vivo color de sangre". Ya se sabe: los franceses, la carnicería de la Puerta del Sol, la heroica resistencia en Monteleón, los fusilamientos en Príncipe Pío... Pero, para quien quiera conocerlo, todo eso quien mejor lo contó fue don Benito, y Gabriel Araceli quien lo vivió más de cerca.
Aquella mañana continué con mi paseo y me dije que, si algún día salgo de fiesta por el centro de Madrid, a algún pub de la calle Huertas, o del Príncipe, o de Núñez de Arce, o de Echegaray, y antes de irme a casa aún no ha amanecido, esperaré la salida del sol sentado en el escalón de la Mariblanca.
Espero para entonces haber encontrado a mi Inés.