El viajero revuelve entre los papeles de la mesa buscando un doble decímetro. Lo encuentra, se acerca de nuevo a la pared y, con el pitillo en la boca y el entrecejo arrugado para que no se le llenen los ojos de humo, pasea la regla por el mapa..."
"...el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente son tas fugitivos como los años".
MARCEL PROUST, Por el camino de Swann
Este escrito es una nostalgia. Todo escrito con afán literario lo es. Nostalgia de lo que pasó o nos gustaría que hubiera pasado. Nostalgia de lo que pasa y no podemos vivir o de lo que nos gustaría que pasara. Nostalgia de algo que nunca ocurrió o está ocurriendo siempre, quizá. Escribir no es más que utilizar esa nostalgia para crear algo con lo que huir precisamente de ella.
Las finas nubes de verano se han trocado por gruesas montañas grises coronadas de blanco; un viento desusadamente frío, ya casi desconocido, barre las llanuras amarillas, peina los árboles aún frondosos, sonroja las cándidas mejillas. Los hombros de las chicas ya no lucen sus formas al aire, las bronceadas piernas se tapan pudorosamente. La noche se cierne antes sobre cada jornada, ahora es cuando empieza de verdad a notarse. Alguna hoja ocre se deja caer, tímida, miedosa de ser la primera en saludar de cerca a los suelos otoñales, humedecidos por las primeras gotas que caen en varios meses. Los rostros de las gentes amanecen ceñudos, como no creyéndose que esa aspiración a la eternidad que es el verano hubiera acabado. En verano nadie envejece, y veo improbable y casi indecoroso que alguien pueda morir. Los años se nos acumulan en el resto de estaciones, nunca en el verano. Mas terminaron los días clónicos, sin viento, sin lluvia, sin nubes, siempre con la misma luz, siempre con el mismo sol que —eso nos parece— se pone siempre a la misma hora.
El otoño se ha entrometido en nuestra feliz existencia como una visita indeseada en nuestra habitación. Nos recuerda cada año nuestra naturaleza perecedera, tras estar cálidamente resguardados en la burbuja sin tiempo que es el verano. Pero pronto esa desazón pasa. Por ello he querido relatar mi viaje a la Alcarria en estos momentos, cuando la venida de la nueva estación me sume en esta especie de desconcierto, pero a tiempo de no superarlo. Quiero seguir desconcertado para escribir. Quiero seguir nostálgico. Quiero mantenerme en un islote, no quiero que la rutina me trague y olvidar así mi nostalgia, porque si no este relato se convertirá en una mera recopilación de fotografías. No quiero que suceda eso (aún sabiendo que seguramente las fotografías serán lo más valioso del reportaje), dejadme que me resista a creer que el verano nos dejó.
La cosa surgió de forma muy sencilla. Estaba yo un día de agosto en mi casa, mortalmente aburrido, cansado de leer, de hurgar en internet, de secarme sudores, de mirar las musarañas. Por hacer algo, agarré un mapa de España y me puse a hojearlo, actividad ésta que me ocupa desde que era bien pequeño. Mi vista deambuló por muchos de los rincones del país, imaginando una carretera pintoresca, un pueblo divisado a lo lejos en lo alto de una colina, un cerro que nos saluda desde su atalaya de milenios. De pronto mis ojos se fijaron en una provincia, Guadalajara, y en dos pueblos, Cifuentes y Valderrebollo. Ambos tienen a mis ojos una dorada pátina literaria. A lo largo de mi vida he visitado muchos de los lugares en los que se desarrolla la primera serie de los Episodios Nacionales de Galdós: Aranjuez, El Escorial, El Pardo, ciertos rincones del centro de Madrid por los que sé que deambuló Gabriel Araceli, Zaragoza, Salamanca. Me faltaba la Alcarria, y, concretamente, Valderrebollo (donde comienza Juan Martín el Empecinado) y Cifuentes, en cuyo castillo, hoy derruido, estuvo escondida la venerable Amaranta. Pero esa pátina literaria, de color decimonónico, de brillo heroico, fue recubierta con posterioridad por la jugosa prosa castellana de Camilo José Cela en su Viaje a la Alcarria, libro que me encandiló, sencillo y lírico a la vez, bello donde los haya y que, con permiso de quien esto leyere, servirá de pauta para mi cuaderno de bitácora.
Deseoso de escapar y de unir en mi cerebro, en mi experiencia, esas dos tradiciones literarias, empecé a marcar una hipotética ruta que poder recorrer con una bicicleta. Uní sobre el mapa Guadalajara y Cifuentes, pasando por Brihuega y Valderrebollo, y a ojo de buen cubero me salieron 80 kilómetros de ida y otros 80 de vuelta, a recorrer en dos días (después comprobé que eran algunos más). Una distancia a respetar, pero asequible para alguien medianamente entrenado. No lo pensé más. Busqué en internet los hostales de Cifuentes y llamé al primero que salía en Google. No admitían bicicletas, mas no cejé en mi empeño. Afortunadamente, al segundo que llamé no encontré pegas de ningún tipo a causa de mi máquina. Reservé habitación para el día siguiente y, sin más dilación, cogí una cuartilla y me puse a dibujar, con buen pulso y vivos colores, un mapa de mi ruta, detallando cada pueblo, los ríos, las carreteras secundarias, los kilometrajes.
Y al día siguiente estaba de viaje. Tampoco hay que pensárselo mucho con estas cosas. Quizá estas escapadas sepan mejor así, sin aparatosas planificaciones, sin equipajes, con ese aroma de improvisación y, por supuesto, sin compañía. Me parece casi un error viajar con alguien, aunque sea un amigo, una novia, una esposa, un familiar, una amante. Si acaso, prefiero encontrar a los amigos, a las novias, a las amantes, por el camino. ¿Encontré algo de eso en este Novísimo viaje a la Alcarria? Será mejor que sigan leyendo, todo es posible.
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