Fernando Pessoa. Carbón sobre papel Ingres |
Es una mañana de verano. Fernando António Nogueira
Pessoa, más conocido por Fernando Pessoa (Lisboa, Portugal, 13 de junio de 1888
— íbidem, 30 de noviembre de 1935), nos recibe en
un lugar sin lugar y en una hora sin tiempo. No, no se trata de una prestidigitación,
ni una frase fácil atendiendo a la condición de fallecido del entrevistado. Es
lo que parece al mirar por la ventana del café donde estamos citados y
contemplar esa atmósfera enlagunada del verano, esa luz siempre igual, que será
igual mañana y que fue igual ayer. En verano, es como si el tiempo no avanzase,
ni retrocediese. Ni una nube en el cielo, ni una leve brisa que indique
movimiento. El verano, contra todos los tópicos al uso, es una estación difícil
para los melancólicos y los tristes. Esa luminosidad le duele mucho más al
nostálgico que la oscuridad del otoño o el invierno. Fernando, esta mañana,
parece transido por un hondo pesar. Cuando llegamos, le vemos leyendo un
periódico y tomando a sorbos muy pequeños un té humeante. ¡En pleno verano!
Antes de estrecharle la mano, antes de estar a un metro de él, ya ha levantado
la cabeza y nos ha visto, como si dentro de sí tuviera una alarma que le
avisase sobre la presencia de aquel con quien tiene la desgracia de haberse
citado. Parece un hombre permanentemente a la defensiva. Se levanta de su
asiento, nos estrecha la mano, nos saluda con voz más convencida de lo que
indica su porte y altura. Nos sentamos, comentamos algo sobre el calor del día.
Él deja el periódico que estaba leyendo encima de la mesa, como disgustado de
haber sido interrumpido, y nos mira a los ojos. Son fríos, pero amigables. Y
empezamos.
Sebastian Melmoth: Buenos días,
Fernando. Bonita mañana de verano nos ha tocado en suerte.
Fernando Pessoa: Cuando el estío
entra me entristezco. Parece que la luminosidad, aunque acre, de las horas
estivales deberá acariciar a quien no sabe quién es. Pero no, a mí no me
acaricia. Hay un contraste excesivo entre la vida exterior que rebosa y lo que
pienso y siento, sin saber sentir ni pensar: el cadáver perennemente insepulto
de mis sensaciones. Sólo cuando llega la noche, de algún modo siento, no una
alegría, sino un reposo que, porque otros reposos están contentos, se siente
contento por analogía con los sentidos.
P: ¿Qué es lo
primero que hace usted nada más levantarse?
R: Pues le diré,
lo primero que hago es entrar al baño sin tener la voluntad de mirarme al
espejo.
P: ¿El espejo?
¿Qué le pasa al espejo?
R: Creo que el
hombre no debe poder ver su propia cara. Eso es lo más terrible que hay. La
naturaleza le ha concedido el don de no poder verla, así como de no poder mirar
sus propios ojos. Sólo en el agua de los lagos y de los ríos podía mirar su
rostro. Y la postura, incluso, que tenía que adoptar era simbólica. Tenía que
inclinarse, que rebajarse para cometer la ignominia de verse. El creador del
espejo envenenó al alma humana.
P: Pero supongo
que alguna vez se habrá mirado al espejo…
R: Sí, como todo
el mundo de este mundo en que vivimos.
P: Y cuando se
miraba al espejo, ¿qué veía?
R: Es una buena
pregunta. ¿Qué soy yo para mí? Soy una sensación mía. Mi corazón se vacía sin
querer como un balde roto. ¿Pensar? ¿Sentir? ¡Cuánto cansa todo, si es una cosa
definida!
P: Leyendo su Libro
del desasosiego, parece claro que a usted le asfixió un cansancio, un tedio
de vivir.
R: Eso es verdad.
Me sucede, a veces, y siempre que sucede es casi de repente, que surge en medio
de mis sensaciones un cansancio tan terrible de la vida que ni siquiera se da
la hipótesis de un acto con el que dominarlo. Para remediarlo, el suicidio
parece inseguro; la muerte, incluso supuesta la inconsciencia, todavía poco. Es
un cansancio que ambiciona, no el dejar de existir –lo que puede ser o puede no
ser posible-, sino algo mucho más horroroso y profundo, el dejar de siquiera
haber existido, lo que no hay manera de que pueda ser.
P: ¿Cuál es su
regla de vida? ¿Qué aconsejaría a la gente que nos lee para pasar la vida lo
más decorosamente posible?
R: Dar buenos
consejos es insultar a la facultad de equivocarse que Dios ha concedido a los
demás. Y, sobre todo, los actos ajenos tienen la ventaja de no ser también
nuestros. Sólo es comprensible que se pida consejo a otros.
P: Pues yo se lo
pido, Fernando.
R: Yo creo que lo
que uno debe hacer es no sentir nunca sinceramente sus propios sentimientos, y
elevar su pálido triunfo al punto de mirar indiferentemente a sus propias
ambiciones, ansias y deseos; pasar por sus alegrías y angustias como quien pasa
por lo que no le interesa.
P: No sé si se
entenderá del todo en esta época en que la intensidad emocional es un negocio.
Está en todas partes: la televisión, las películas, las series, las canciones,
los anuncios, los escaparates de las tiendas, internet. Es difícil abstraerse
de todo eso, estamos contaminados, y lo que es peor, sin saber que lo estamos.
Somos marionetas. Nos están destrozando.
R: Intentaré
explicarme mejor: mire, contra todo eso habría que crearse una estética de la
indiferencia; cada uno debe tratar sus propios sueños e íntimos deseos
altivamente, en grand seigneur, poniendo una íntima delicadeza en no
reparar en ellos. Tener el pudor de sí mismo; percibir que en nuestra presencia
no estamos solos, que somos testigos de nosotros mismos, y que por eso importa
comportarse ante nosotros mismos como ante un extraño, con una estudiada y
serena línea exterior, indiferente por hidalga, y fría por indiferente.
P: Propugna usted
una aristocratización del sentir y el pensar, entonces.
R: Eso es. El aristócrata
es aquel que nunca olvida que jamás está solo. Interioricemos al aristócrata.
Arranquémoslo a los salones y a los jardines y pasémoslo a nuestra alma y a
nuestra conciencia de que existimos. Estemos siempre ante nosotros con
protocolos y usos, con gestos estudiados y para los otros.
P: Deduzco de
esto, Fernando, que hay que rebajar la intensidad emocional.
R: Para que no
descendamos ante nuestros ojos, basta con que nos acostumbremos a no tener ni
ambiciones, ni pasiones, ni deseos, ni esperanzas, ni impulsos, ni desasosiego.
Para conseguir esto, acordémonos siempre de que estamos en nuestra presencia,
que nunca estamos solos, para que podamos estar a nuestras anchas.
P: Y el amor, ¿qué
me dice del amor, Fernando?
R: No el amor,
sino los alrededores es lo que vale la pena.
P: ¡Los
alrededores!
R: Dos, tres días
de semejanza de amor… Todo esto vale para el esteta por las sensaciones que le
produce. Avanzar sería entrar en el dominio donde comienzan los celos, el
sufrimiento, la excitación. En esta antecámara de la emoción hay toda la
suavidad del amor sin su profundidad: un gozo leve, por lo tanto, aroma vago de
deseos.
P: Pero con su
teoría se pierde grandeza que hay en la tragedia del amor.
R: Eso es
rigurosamente cierto, pero repárese en que, para el esteta, las tragedias son
cosas interesantes de observar, pero incómodas de sufrir. El propio cultivo de
la imaginación es perjudicado por el de la vida. Reina quien no está entre los
vulgares.
P: ¿Qué significó
para usted la mujer?
R: Una buena
fuente de sueños. Siempre me dije: nunca la toques. La única aristocracia es
nunca tocar. No acercarse: he ahí lo que es hidalgo.
P: Tomar
distancia…
R: Tener ocasión
de… En ese campo se colocará la estatua de la renuncia. La renuncia es la
liberación. No querer es poder.
P: No sé, quizá es
que yo sea un romántico, Fernando…
R: Pues le diré:
todo hombre de hoy en quien la estatura moral y el relieve intelectual no sean
de pigmeo o de paleto, ama, cuando ama, con amor romántico. Bien es verdad que
el amor romántico es un camino de desilusión, porque es como una veste o traje
que el alma o la imaginación fabricasen para vestir con él a las criaturas, que
acaso parezca, y el espíritu crea, que les cae bien. Pero todo traje no es
eterno y dura lo que dura, y tarde o temprano surge el cuerpo real de la
persona humana. Sólo no es desilusión cuando ésta, aceptada desde el principio,
decide variar de ideal, tejer constantemente, en los talleres del alma, nuevos
trajes con que constantemente se renueve al aspecto de la criatura por ellos
vestida.
P: ¿Tira usted la
toalla en ese sentido?
R: Es que el amor
quiere la posesión, pero no sabe lo que es la posesión. Si yo no soy mío, ¿cómo
seré tuyo, o tú mía? Si no poseo mi propio ser, ¿cómo poseeré un ser ajeno? Si
ya soy diferente a aquel a quien soy idéntico, ¿cómo ser idéntico a aquel al
que soy diferente?
P: Demasiadas
expectativas. Y luego vienen las desilusiones, que parecen inevitables…
R: En efecto: el
cansancio de todas las ilusiones y de todo lo que hay en las ilusiones –su
pérdida, la inutilidad de tenerlas, el precansancio de tener que tenerlas para
poder perderlas, la pena de haberlas tenido, la vergüenza intelectual de
haberlas tenido sabiendo que tendrían un final así.
P: ¡Demasiado
pesimista!
R: Pesimista, yo
no lo soy. Dichosos los que consiguen traducir a lo universal su sufrimiento.
Soñadores felices son los pesimistas. Forman el mundo a su imagen y así,
siempre consiguen estar en casa. A mí, lo que me duele más es la diferencia
entre el ruido y la alegría del mundo y mi tristeza y mi silencio aburrido. No
me quejo del horror de la vida. Me quejo del horror de la mía. Yo no soy
pesimista, no: yo soy triste.
P: Y solitario,
también…
R: El aislamiento
me ha tallado a su imagen y semejanza. Como dijo Rousseau, “mis costumbres no
son las de los hombres, sino las de la soledad”. La presencia de otra persona
–aunque sea la de una sola persona- me atrasa inmediatamente el pensamiento y,
al paso que en el hombre normal el contacto con otro es un estímulo para la
expresión y para el dicho, para mí, ese contacto es un contraestímulo, si es
que esta palabra compuesta es viable ante el lenguaje.
P: ¿Diálogos
imaginarios, quizá?
R: Soy capaz, a
solas conmigo, de idear muchas frases ingeniosas, respuestas rápidas a lo que
nadie ha dicho, fulguraciones de una sociabilidad inteligente con persona
ninguna; pero todo esto se me esfuma si estoy ante otro físico, pierdo la
inteligencia, dejo de poder decir, y, al fin de unos pocos cuartos de hora,
sólo siento sueño.
P: ¿Sueño?
R: Sí, sueño. Me
pesa, además, toda idea de ser forzado a un contacto con otro. Una simple
invitación a cenar con un amigo me produce una angustia difícil de definir. La
idea de una obligación social cualquiera –ir a un entierro, tratar con alguien
de un asunto de la oficina, ir a esperar en la estación a una persona
cualquiera, conocida o desconocida-, sólo esa idea me estorba los pensamientos
de un día, y a veces me preocupo desde la víspera, y duermo mal, y el caso
real, cuando sucede, es absolutamente insignificante, no justifica nada; y el
caso se repite y yo no aprendo nunca a aprender.
P: Su timidez
parece insuperable.
R: Es noble ser
tímido, ilustre no saber hacer, grande no tener habilidad para vivir.
P: ¿No tuvo
amigos?
R: Amigos,
ninguno. Sólo unos conocidos que creen que simpatizan conmigo y que tal vez
sentirían pena si un tren me pasase por cima y el entierro fuese un día de
lluvia. Trabo, por índole, rápidamente conocimiento. Me tardan poco las
simpatías de los demás. Pero los afectos no llegan nunca. Dedicaciones, nunca
las he conocido. Amar, ha sido cosa que siempre me ha parecido imposible, como
el que me tutease un extraño. Los demás tienen quien se dedique a ellos. Yo
nunca he tenido quien siquiera pensase en dedicarse a mí. Sirven a los otros: a
mí me tratan bien.
P: ¿Cómo se siente
con los demás?
R: En todos los
lugares de la vida, en todas las situaciones y convivencias, he sido siempre,
para todos, un intruso. Por lo menos, he sido siempre un extraño. En medio de
parientes, como de conocidos, he sido siempre como alguien de fuera. He sido
siempre, en todas partes y por todos, tratado con simpatía. A poquísimos, creo,
habrá alzado la voz tan poca gente, o arrugado la frente, o hablado de soslayo.
Pero la simpatía con que siempre me han tratado, ha estado siempre exenta de
afecto. Para los más naturalmente íntimos he sido siempre un huésped que, por
ser huésped, es bien tratado, pero siempre con la atención debida al extraño y
la falta de afecto merecida por el intruso.
P: ¿Y por qué cree
usted que esto es así?
R: No dudo de que
todo esto, de la actitud de los demás, derive principalmente de alguna oscura
causa intrínseca a mi propio temperamento. Soy por ventura de una frialdad
comunicativa tal que involuntariamente obligo a los otros a reflejar mi modo de
poco sentir.
P: Hoy en día hay
una palabra muy de moda: autoestima. La utilizan los psicólogos, los malos
escritores de pésimos libros de autoayuda y los filántropos.
R: ¡Habladurías! ¡Todas esas gentes
despreciables! Yo sólo sé que como nunca he descubierto en mí cualidades que
atrajesen a nadie, nunca he podido creer que alguien se sintiese atraído por
mí. La opinión sería de una modestia estulta, si hechos sobre hechos –esos
inesperados hechos que yo esperaba- no viniesen a confirmarlo siempre.
P: ¿Qué opinión
cree que tienen los demás de usted?
R: En general, soy una criatura con
quien los demás simpatizan, con quien simpatizan, incluso, con un vago y
curioso respeto. Pero ninguna simpatía violenta despierto. Nadie será nunca
conmovidamente mi amigo. Por eso pueden respetarme tantos.
P: Amigos, no.
Pero, ¿y amores? ¿Sabe de alguien que le amara?
R: He comprendido
que le era imposible a nadie amarme, a no ser que le faltase del todo el
sentido estético; y, entonces, yo le despreciaría por ello.
P: Cae usted en la
autocompasión. Sabemos que Ofelia Queiroz y usted llegaron a quererse. Se conservan
cartas de amor de esa relación.
R: Está bien, le
diré: sólo una vez he sido verdaderamente amado. Cuando lo comprobé, me quedé,
primero, aturdido y confuso, como si me hubiera tocado un premio gordo en
moneda inconvertible. Me quedé, después, porque nadie es humano sin serlo,
ligeramente envanecido; esta emoción, sin embargo, que parecería la más
natural, pasó rápidamente. Vino a continuación un sentimiento difícil de
definir, pero en el que sobresalían incómodamente las sensaciones de tedio, de
humillación y de fatiga.
P: Da la sensación
de que a usted le pesó que lo quisiesen.
R: Es que nada
pesa tanto como el afecto ajeno –ni el odio ajeno, puesto que el odio es más
intermitente que el afecto; siendo una emoción desagradable, tiende, por
instinto de quien la siente, a ser menos frecuente. Pero tanto el odio como el
amor nos oprime; ambos nos buscan y procuran, no nos dejan solos. Pero me cortó
usted en el relato del proceso que sentí al ser amado.
P: Continúe. Iba
diciendo que sintió tedio…
R: Sí, tedio, como
si el Destino me hubiese impuesto una tarea en trabajos nocturnos desconocidos,
como si un nuevo deber –el de una horrorosa reciprocidad- me fuese impuesto por
la ironía de un privilegio, que yo me tendría todavía que fastidiar
agradeciéndoselo al Destino.
P: Después,
humillación.
R: Aparte el breve
momento de verdadero envanecimiento, en que todavía no sé si el asombro tuvo
más parte que la propia vanidad, la humillación fue la sensación que recibí de
mí. Sentí que me era dado una especie de premio destinado a otro –premio, sí,
valioso para quien naturalmente lo mereciese.
P: Y, por último,
fatiga.
R: Fatiga, sí,
sobre todo fatiga: la fatiga que sobrepasa al tedio. ¡La fatiga de ser amado,
de ser amado de verdad! ¡La fatiga de ser el fardo de las emociones ajenas! ¡La
fatiga de convertírsenos la existencia en algo absolutamente dependiente de una
relación con un sentimiento ajeno! ¡La fatiga de, en todo caso, tener
forzosamente que sentir, tener forzosamente, aunque sin reciprocidad, que amar
también un poco! ¡El peso de sentir! ¡El peso de tener que sentir!
P: ¿Qué queda de
aquello?
R: Se fue de mí,
como hasta mí vino, aquel episodio en la sombra. Hoy no queda nada de él, ni en
mi inteligencia ni en mi emoción. No me trajo experiencia alguna que yo no
pudiese haber deducido de las leyes de la vida humana cuyo conocimiento
instintivo albergo porque soy humano. No me dio ni un placer que recuerde con
tristeza, ni un pesar que recuerde también con tristeza. Tengo la impresión de
que fui una cosa que leí en algún sitio, un incidente acaecido a otro, novela
de la que leí la mitad, y de la que faltó la otra mitad, sin que me importara
que faltase.
P: Todo se acaba,
incluso los grandes amores…
R: Así parece. Me
queda, empero, apenas una gratitud a quien me amó. Pero es una gratitud
abstracta, asombrada, más de la inteligencia que de cualquier emoción. Siento
pena de que alguien hubiese sentido pena por mi culpa; es de esto de lo que
tengo pena, y no tengo pena de nada más.
P: ¿Fue la
literatura su válvula de escape?
R: Mi ideal sería
vivirlo todo en plan de novela, reposando en la vida –leer mis emociones, vivir
mi desprecio de ellas. Para quien tenga la imaginación a flor de piel, las
aventuras de un protagonista de novela son emoción propia suficiente, y más,
porque son suyas y nuestras. No hay gran aventura como haber amado a Lady
Macbeth con amor verdadero y directo; ¿qué hacer quien ha amado así sino, por
descanso, no amar en esta vida a nadie?
P: Da la sensación
de que, escribiendo, usted intentaba ignorar la vida.
R: Cuando escribo,
me visito solemnemente. Tengo salas especiales, recordadas por otros en
intersticios de la representación, donde me deleito analizando lo que no
siento, y me examino como un cuadro a la sombra.
P: De nuevo, la
gloria del fracaso. Eso es algo que es una constante en usted.
R: Es que ya que
no podemos extraer belleza de la vida, busquemos al menos extraer belleza de no
poder extraer belleza de la vida. Hagamos de nuestro fracaso una victoria, algo
positivo y erguido, con columnas, majestad y aquiescencia espiritual.
P: Es toda una
estética del desaliento.
R: Sí, pero no
siempre es eficaz contra mi desasosiego. A veces, cuando estoy a la ventana,
como humo parado, y me siento una vaga añoranza del presente, anónima, prolija
e incomprendida; cuando, en una tarde de verano, queriendo ser otro, miro el
paisaje y veo que todo allá fuera es suave pero que me aflige como un dolor
inconcreto, como una sensación vaga de descontento, entonces una última cosa me
hiere, me rasga, me destroza el alma toda. Es que yo, a esa hora, a esa
ventana, ante esas cosas tristes y suaves, debía ser una figura estética,
bella, como una figura de un cuadro. Y no lo soy, ni eso soy…
P: Pero su obra es
maravillosa, y su Libro del desasosiego, un libro capital. Es usted el
portavoz del sufrimiento del hombre contemporáneo. Ahora se le reconoce por
ello, y es un escritor de culto. ¿Le hubiera gustado ser reconocido en vida?
R: Casi todos los
hombres sueñan, en los secretos de su ser, un gran imperialismo propio, la
sujeción de todos los hombres, la entrega de todas las mujeres, la adoración de
los pueblos y, en los más nobles, de todas las eras… Pocos habituados, como yo,
al sueño, son por eso lo bastante lúcidos para reírse de la posibilidad
estética de soñarse así.
P: No me diga que
no soñó con ser famoso por lo que escribió…
R: ¡Cuántas veces
yo mismo, que me río de semejantes seducciones de la distracción, me encuentro
suponiéndome que sería bueno ser célebre, que sería agradable ser halagado, que
sería brillante ser triunfal! Pero no consigo visualizarme en esos papeles de
cima sino con una carcajada del otro yo que tengo siempre cerca como una calle
de la Baja. ¿Me veo célebre? Pero me veo célebre como contable. ¿Me siento
exaltado a los tronos de ser conocido? Pero la cosa sucede en las oficinas de
la calle de los Doradores y los muchachos son un obstáculo. ¿Me oigo aplaudido
por multitudes variadas? El aplauso llega al cuarto en el que vivo y tropieza
con el mobiliario basto de mi cuarto barato, con lo que me rodea, y me humilla
desde la cocina al sueño.
P: ¿Qué proyectos
literarios no pudo terminar?
R: Proyectos, los
he tenido todos. La Ilíada que he compuesto en la imaginación tenía una lógica
de impulso, una concatenación orgánica de epodos que Homero no podía conseguir.
La perfección estudiada de mis versos por completar en palabras deja pobre la
precisión de Virgilio y débil la fuerza de Milton. Las sátiras alegóricas que
he hecho excedían todas a Swift en la precisión simbólica de los detalles
exactamente fijados. ¡Cuántos Verlaines y cuántos Horacios he sido!
P: ¿Y por qué no
intentó llevar a cabo todo eso?
R: Porque si diera
un paso desde la silla donde yazgo entre sensaciones casi realizadas, hasta la
mesa donde querría escribirlas, las palabras huyen, los dramas mueren, del nexo
vital que unió al murmullo rítmico no queda más que una añoranza lejana, un
resto de sol sobre unos montes alejados, un viento que eleva a las hojas al
lado del umbral desierto, un parentesco nunca revelado, la orgía de los demás,
la mujer que nuestra intuición dice que miraría para atrás, y que nunca llega a
existir.
P: ¿Sueña más que
vive?
R: Tengo una
especie de deber de soñar siempre, pues, no siendo más, ni queriendo ser más,
que un espectador de mí mismo, tengo que tener el mejor espectáculo que puedo.
Así me construyo con oro y sedas, en salas supuestas, tablado falso, escenario
antiguo y sueño creado entre juego de luces suaves y músicas invisibles.
P: ¿Cuál fue su
gran aspiración no realizada?
R: Crear dentro de
mí un estado con una política, con partidos y revoluciones, y ser yo todo esto,
ser yo Dios en el panteísmo real de ese pueblo mío, esencia y acción de sus
cuerpos, de sus almas, de la tierra que pisan y de los actos que hacen. Ser
todo, ser ellos y no ellos. ¡Ay de mí! Éste fue uno de los sueños que no logré
realizar. Si lo hubiera realizado tal vez me habría muerto, no sé por qué, pero
no se debe poder vivir después de esto, tamaño el sacrilegio cometido contra
Dios, tamaña usurpación del poder divino de serlo todo. ¡El placer que me
proporcionaría crear un jesuitismo de las sensaciones!
P: ¿Cree que ha
fracasado en la vida?
R: Reconozco que
he fracasado. Sólo me pasmo de no haber previsto que fracasaría. ¿Qué había en
mí que pronosticase un triunfo? Yo no tenía la fuerza ciega de los vencedores o
la visión certera de los locos…
P: ¿Qué sensación
es la que prevalece ahora mismo, Fernando?
R: Lo que tengo sobre todo es
cansancio, y ese desasosiego que es gemelo del cansancio cuando éste no tiene
otra razón de ser sino el estar siendo. Tengo un recelo íntimo de los gestos a
esbozar, una timidez intelectual de las palabras a decir. Todo me parece
anticipadamente frustrado.
P: Me gustaría
saber su opinión sobre la situación actual, la crisis, la explosión social.
R: Todo cuanto no
es mi alma es para mí, por más que quiera que no lo sea, no más que escenario y
decoración. Un hombre, aunque yo pueda reconocer con el pensamiento que es un
ser vivo como yo, ha tenido siempre, para el que en mí, por serme involuntario,
es verdaderamente yo, menos importancia que un árbol, si el árbol es más bello.
Por eso he sentido siempre los movimientos humanos –las grandes tragedias
colectivas de la historia o de lo que hacen de ella- como frisos coloreados,
vacíos del alma de los que pasan por ello. Nunca me ha pesado lo que de trágico
sucediese en la China. Es decoración lejana, aunque en sangre y peste.
R: Pero la gente
se manifiesta, sale a la calle, muestra su descontento.
R: Le contaré.
Recuerdo, con tristeza irónica, una manifestación de obreros, hecha con no sé qué
sinceridad (pues me cuesta admitir sinceridad en las cosas colectivas, visto
que es el individuo, a solas consigo mismo, el único ser que siente). Era un
grupo compacto y suelto de estúpidos animados que pasó gritando diferentes
cosas ante mi indiferentismo ajeno. Sentí súbitamente una náusea. Ni siquiera
estaban suficientemente sucios. Los que verdaderamente sufren no hacen plebe,
no forman conjunto. Lo que sufre, sufre solo. ¡Qué mal conjunto! ¡Qué falta de
humanidad y de dolor! Eran reales y sin embargo increíbles. Nadie haría con
ellos un cuadro de novela, un escenario de descripción. Corrían como la basura
por un río, por el río de la vida. Tuve sueño de verlos, asqueado y supremo.
P: ¿Y no cree que
habría que cambiar algo? ¿Reformar? ¿Revolucionar?
R: Revolucionario
o reformador, el error es el mismo. Impotente para dominar y reformar su propia
actitud para con la vida, que es todo, o su propio ser, que es casi todo, el
hombre huye hacia el querer modificar a los demás y al mundo exterior. Todo revolucionario,
todo reformador es un evadido. Combatir es no ser capaz de combatirse. Reformar
es no tener enmienda posible.
P: ¿Cuál es la
solución, entonces?
R: El hombre de
sensibilidad justa y recta razón, si se encuentra preocupado con el mal y la
injusticia del mundo, busca naturalmente enmendarla, primero, en aquello en que
más cerca se manifiesta; y eso lo encontrará en su propio ser. Esa obra le
llevará toda la vida. Esa justicia íntima debido a la cual escribimos una
página fluyente y bella, esa reforma verdadera mediante la que tornamos viva a
nuestra sensibilidad –esas cosas son la verdad, nuestra verdad, la única
verdad.
P: ¿Guarda algún
recuerdo agradable de su vida?
R: Guardo, íntimo,
como la memoria de un beso agradable, el recuerdo infantil de un teatro en que
el escenario azulado y lunar figuraba la terraza de un palacio imposible.
Había, pintado también, un parque vasto alrededor, y gasté el alma en vivir
como real todo aquello. La música, que sonaba blanda en aquella ocasión mental
de mi vida, convertía en real de una fiebre aquel escenario gratuito.
P: Se nos va
haciendo tarde, Fernando, llevamos un buen rato charlando. ¿Qué siente al final
de la entrevista? ¿Qué siente al final del camino?
R: Una tristeza de
crepúsculo, hecha de cansancios y de renuncias falsas, un tedio si siento algo,
un dolor como de un sollozo parado o de una verdad conseguida. Se despliega en
el alma distraída este paisaje de abdicaciones –paseos de gestos
abandonados, macizos altos de sueños ni siquiera bien soñados,
inconsecuencias, como muros de boj que separan caminos vacíos, suposiciones,
como viejos estanques sin surtidor vivo, todo se enmaraña y se visualiza pobre
en el desaliño triste de mis sensaciones confusas.
P: Le voy a pedir
algo muy difícil. ¿Podría definirse brevemente?
R: Soy un
estratega sombrío que, habiendo perdido todas las batallas, traza ya, en el
papel de sus planes, disfrutando de su esquema, los pormenores de su retirada
fatal, en la víspera de cada una de sus nuevas batallas.
P: ¿Le hubiera
gustado ser otro?
R: Sí, sin duda.
¡Cuántas veces me aflige el no ser el accionador de aquel coche, el conductor
de aquel tren! ¡Cualquier trivial Otro supuesto, cuya vida, por no ser mía,
deliciosamente se me penetra de yo quererla y se me empostiza ajena! Sí,
quisiera vivir distinto en países distantes. Quisiera morir otro entre banderas
desconocidas. Quisiera ser aclamado emperador en otras eras, mejores hoy porque
no son de hoy, vistas en vislumbre y colorido. Quisiera todo cuanto puede
tornar ridículo lo que soy y porque torna ridículo lo que soy. Quisiera,
quisiera… Pero hay siempre sol cuando el sol brilla y noche cuando la noche
llega. Hay siempre la amargura cuando la amargura nos duele y el sueño cuando
el sueño nos arrulla. Hay siempre lo que hay, y nunca lo que debería haber, no
por ser mejor o por ser peor, sino por ser otro.
P: Unas últimas
palabras para terminar la entrevista, Fernando.
R: Y yo, que digo
esto, ¿por qué lo digo? Porque lo reconozco imperfecto. Callado, sería la
perfección; dicho, se imperfecciona; por eso o digo. Y, sobre todo, porque
defiendo la inutilidad, lo absurdo –yo digo todo esto para mentirme a mí mismo,
para traicionar a mi propia teoría.
La mañana, el día, ha ido transcurriendo sin darnos
cuenta. Cuando nos levantamos para marcharnos y despedirnos somos conscientes
de que seguramente no volveremos a vernos. A mí me recorre un escalofrío; a él…
es difícil decirlo. Salimos a la calle. No sabemos qué hora es, el verano sigue
haciendo de las suyas. Los dos, las tres, las cuatro, las seis de la tarde. No
sabemos muy bien. Apenas comentamos nada, él parece querer estar solo de una
vez y yo, que lo noto, lo despido, pese a que me gustaría alargar lo indecible
el encuentro. Finjo que llevo otra dirección y, al fin, nos despedimos. Echamos
a andar. Vuelvo la cabeza para ver su espalda y esos andares cansados. No le
veo. Ha desaparecido. ¿Dónde se habrá metido?