La tristeza es un
invento portugués. O casi. Lo saben bien quienes hayan visitado Lisboa, quienes
hayan leído a Pessoa y quienes hayan escuchado alguna vez un fado. Los
portugueses sienten la tristeza a su manera, la sienten como propia, casi como
derecho inalienable, y se diría que en portugués el término tristeza no quiere decir lo mismo que en
el resto de lenguas del mundo, sino muchas más cosas. Es una forma de vida, una
tradición, incluso para los millonarios, guapos y jugadores del Real Madrid,
como Cristiano Ronaldo. Esto, en un país como España, oficialmente alegre, se
entiende mal y llega a criticarse despiadadamente, como si la tristeza, real o
fingida, sólo fuera patrimonio de los pobres, de los marginados y de los jugadores
del Atlético de Madrid. Porque si Cristiano no tiene derecho a estar triste, aquí
en el Primer Mundo no lo tenemos nadie.
Un buen pintor
habría pintado un cuadro tormentoso, con apocalípticos paisajes de nubes y
horizontes negros sobre una ciudad grande y dominadora, con las dos últimas
semanas del Real Madrid, desde la publicitada tristeza de Cristiano -¿qué
saudades tienes, Cris?-, pasando por las tristezas colectivas tras la derrota de
Sevilla hasta el júbilo por la remontada de ayer ante el lujosísimo Manchester
City. Todo un viaje emocional en apenas quince días, que algunos tardan en
hacer toda una vida pero que en muy poco tiempo el Madrid es capaz de ofrecer a
una hinchada hambrienta de drama vital, de representaciones en directo de la
vida cruda que pasa y no termina, espectáculo que sólo el deporte puede ofrecer
y, dentro del deporte, el Real Madrid como ninguna otra institución del mundo
(quizá conjuntamente con los Lakers).
Quizá Cristiano
se equivocó en una cosa: no en decir a los periodistas que estaba triste, sino
en utilizar el término tristeza. Pessoa, portugués de Lisboa, en su obra
maestra de la tristeza Libro del
desasosiego, no lo utiliza una sola vez; la tristeza es el libro en sí, no
una palabra que lo defina. Si Cristiano hubiera sido consciente de esto es
seguro que su famoso discurso habría sido mucho más elegante, más estético y,
por ello, mucho mejor acogido por el alegre ciudadano español y por la propia afición
madridista. Le sobró decir que estaba triste, habiendo podido decirlo con otras
palabras, por ejemplo: “tengo frío de la vida. Todo es cuevas húmedas y
catacumbas sin luz en mi existencia. Soy la gran derrota del último ejército
que defendía al último imperio…” o “príncipe de mejores ocasiones, otrora fui
tu princesa, y nos amamos con una amor de otra especie, cuya memoria me duele”,
etcétera.
Ayer, el
portugués sí celebró su gol, y lo celebró como se deben celebrar los mejores
goles: sin gestos para la galería, sin intervención de la inteligencia ni la
conciencia, sepultado por compañeros sinceramente contentos, llevado nada más
que por la alegría de haber hecho algo importante y, todavía más, casi
inverosímil. No quiere decir esto que la tristeza se le evaporara a Cristiano,
pues lo que ayer aconteció en el Bernabéu tuvo que ver con el júbilo, pero no con la felicidad, que es un estado plano y
continuo, sereno y consciente, que en el Real Madrid, por definición de lo que
es el club, el entorno y la exigencia, es casi imposible de alcanzar.
Que la felicidad
tiene que poco que ver con lo de anoche se vio nada más terminar el partido,
con esas declaraciones de Cristiano a TVE en las que no negaba su tristeza y
escurrió el bulto cuando el reportero tocó el tema. Igual que una fiesta, por
muy fastuosa que sea, no sirve para curar a un alma deprimida sino sólo para
aliviarla momentáneamente, la victoria de ayer y cómo se produjo no tapa las
dificultades futbolísticas del equipo y el hecho de que está a ocho puntos del
Barcelona en Liga. Cuando la fiesta termina, esa alma debe regresar a casa y en
algún momento se encontrará a solas, habiendo tirado su traje elegante encima
de la cama y con toda su tristeza a cuestas que, en última instancia, ella y
sólo ella tendrá que soportar. Después del júbilo, la felicidad aún está lejos,
quizá más lejos que nunca.
¿Qué le falta al
Real Madrid para alcanzar la felicidad? Ganar la Décima, dirá uno, olvidando
que el entrenador que ganó la Séptima abandonó el club inmediatamente después
de la gesta. Ganar Liga y Décima, dirá otro, obviando que al año siguiente se
le exigirá la Undécima y otra liga más, sólo que jugando mejor. Ganar todos los
años la Liga y la Champions desplegando un juego perfecto, dirá el de más allá,
sin tener en cuenta que eso sólo ocurre en los sueños y que hay enemigos, que
otros clubes también juegan. Las pretensiones siempre estarán ahí y el ser humano, y
más aún el madridista, nunca se sacia. Más que preguntarse sobre qué le falta al
club para ser feliz, habría que indagar sobre lo que sobra. Gestos, ciertos
personajes, entorno, dinero incluso. Hoy, con la fiesta de ayer, parecen
haberse olvidado ciertas tristezas, pero no olvidemos tampoco que la vida y la
competición siguen y que en ellas, y no en lo pasado (aunque sea tan reciente
como el 3-2 de anoche), está la lucha, y, en la lucha, quizá, la felicidad.