lunes, 21 de junio de 2010

LA CALLE DE ALTAMIRANO (Velado homenaje a Francisco Umbral)


"La calle de Altamirano forma parte de un minúsculo ensanche de Madrid en forma de trapecio que queda como retirado, como adosado al costado izquierdo de la ciudad, por donde ésta respira los refrescantes aires que le llegan del verde de la Casa de Campo y el parque del Oeste y que suben desde el cauce del Manzanares, que corre pequeño y aturdido, a veces entre autopistas y masas de cemento y ladrillo, otras entre hileras de álamos de un verde blanquecino, otras entre barrios obreros de edificios marrones, feos y gastados. La calle de Altamirano baja, como todas las calles paralelas, desde Princesa hasta el paseo de Rosales y es una de las líneas cortas que tejen la cuadrícula de ese ensanche cerrado, estanco, como un mundo propio y a parte, porque nada tiene que ver con las masas de verdura que le quedan al norte y oeste, con la cosmopolita plaza de España que le delimita al sur y con los populosos e intrincados barrios que, al otro lado de la calle Princesa, se extienden hacia el este, hacia el caliente corazón de la capital. Ese trapecio es, sin embargo, un oasis ciudadano con personalidad propia, con edificios burgueses y cómodos, más sereno que el resto de la ciudad, pero que goza de una vitalidad algo provinciana, como si todas las influencias de las pequeñas ciudades castellanas se hubieran reunido y mezclado en esa pequeña extensión inclinada hacia el valle del Manzanares, con sus edificios colgando encima de sus terrazas como la ropa blanca brillando por el sol sobre las cuerdas de tender.

Desde mi habitación del cuarto piso del número 17 de la calle de Altamirano solía quedarme observando el tráfago extrañamente sosegado que, al atardecer, hormigueaba por toda esta zona. Me entretenía y tranquilizaba asomarme al balcón y fijarme en los adolescentes que salían del cercano colegio del Sagrado Corazón, con sus uniformes de jerseys azul marino y pantalones grises claro en los chicos y sus faldas a cuadros escocesas y apretados suéteres, que apenas llegaban a la cintura, en las chicas; o en la peluquera que, ante la falta de trabajo, se queda en la puerta de la modesta peluquería fumando un pitillo y mirando al vacío; o en el mozo que transporta enormes cajas de fruta y las deposita en la fresca y colorida frutería que, desde que tengo uso de razón, provee de verde y vitaminas al barrio; o en el señor de negocios, maletín en mano y gesto de permanente seriedad en la cara —como no queriendo perder en ningún momento su condición de ser imperturbable, tan necesario en su trabajo—, que sube la calle caminando con prisa, porque no hay un minuto que perder siquiera en un agradable paseo y la familia estará ya esperándole para recibir sus agasajos; o simplemente en la muchacha bonita que viene de la Facultad o del trabajo y, con andar pausado, mira para el suelo, probablemente pensando en sus cosas, en su vida, que a mí a veces, pensaba, me gustaría compartir. Lo que más me llamaba la atención de mi calle y de mi barrio en general era el relativo silencio que lo invadía. Las motos, los coches, las voces, sonaban menos que en otras zonas de Madrid, como si los edificios estuvieran hechos de ese material insonorizable con el que recubren los estudios de radio. Todo ruido llegaba tamizado hasta mis oídos, que escuchaban complacidos el pulso vital, débil pero constante, de la calle de Altamirano.

Una tarde de marzo... (...)"

domingo, 6 de junio de 2010

CUENTO DE (DES) AMOR


Por la sierra del Guadarrama cae la noche sobre la plaza de Oriente de Madrid. Empieza el verano, y a los pies del Palacio Real hormiguea el pueblo a la dulce luz de los últimos rayos de sol del domingo. A esta hora, la plaza es una explanada dorada y amable, en la que las figuras parecen moverse a cámara lenta. Se adivinan los novios septuagenarios que se están conociendo en el octubre de sus vidas. Los nutridos grupos de extranjeros ríen a sonoras carcajadas, sin despojarse aún de sus gafas de sol. Hay alemanes y alemanas, irlandeses e irlandesas, italianos e italianas, muchas italianas, americanos y americanas, japoneses y japonesas. Hay un organillero que derrama sus castizas notas por el aire caliente. Hay matrimonios recientes con niños corredores. Hay parejas jóvenes que andan con sosiego y de la mano, como no andan nunca durante el resto de la semana. Hay un murmullo sedante y excitante a la vez. Hay miel, gorriones, hierba y sonrisas, como una estampa parisina o como un cuadro de George Seurat.

—Natalia.
—Qué, pequeño.
—¿Cuánto tiempo llevamos sin estar a solas?
—¡Puff! Pues un tiempo, sí.
—¿Cuatro meses?
—¿Tanto? Yo creo que no...
—Sí, acuérdate que la última vez fue cuando fuimos a El Escorial de fin de semana.
—¡Ah, sí! Es verdad. ¿Y eso fue ya hace cuatro meses?
—Sí, fue en febrero. ¿O es que ya no te acuerdas?
—Claro que me acuerdo, Borja. Es verdad, fue en febrero, a finales, después de los exámenes. ¡Sí que ha pasado tiempo, sí! ¡Y qué bueno nos hizo!

Se hace un silencio. Natalia mira a los italianos que pasan y a las palomas que pican en el suelo. Se ha puesto roja como el azafrán.

—Hace calor ya...

Borja mira para el suelo y da una patada a una piedra. Se mete las manos en los bolsillos y suspira.

—Natalia.
—Qué, pequeño.
—He estado pensando... Se me ha ocurrido... Que ahora que he ahorrado un poco, podríamos irnos fuera a pasar unos días.
—¿Ahora? ¡Si todavía no sabemos todas las notas!
—Bueno, pero no faltará mucho...
—No, supongo que no. Aunque conociendo al de Contabilidad Financiera...
—Pero ese te salió bien, ¿no?
—Sí, creo que sí, pero nunca se sabe Borja.
—Bueno, pues cuando lo sepas podemos irnos.
—Sí, sí, claro.

Caminan junto a las estatuas de los reyes godos. Natalia mira para la derecha, hacia el lado contrario a donde está Borja. Unos pasos más adelante hay un chiringuito.

—¡Qué calor! ¿Un helado?
—Vale pequeña.

Unos niños juegan al fútbol en los jardines del Cabo Noval. Alrededor, sobre la hierba, se arriman las parejas. Un melenudo toca los bongos.

—¿A dónde te apetece ir?

La voz de Borja es algo temerosa y quebradiza.

—No sé, a donde quieras.
—No, Natalia, a donde quiera yo no, a donde queramos los dos.
—Bueno, ya lo hablaremos. Será por sitios...
—Ya, pero dime uno que te guste.
—Pues... no sé... ahora mismo no caigo. Di tú uno.
—Granada.
—Ah pues mira, está bien.
—Di tú otro.
—Pues... no sé... Granada me parece bien.
—No, pero me gustaría que por una vez fuésemos a un sitio que dijeras tú.
—Sabes que a ti se te dan mejor esas cosas.
—¿Qué cosas?
—Pues elegir sitios. Tú conoces mejor España que yo, Borja.
—Ya, pero... me gustaría que dieras tu opinión y que lo eligiésemos juntos.
—Que sí... que lo elegiremos juntos, ya verás.
—¡Pero dime un sitio ahora!
—Que no sé, no se me ocurre ninguno. Luego lo miro en internet.

Natalia siente deseos de concentrarse en el helado que está tomando. Le gustaría mancharse de chocolate, por salir del aprieto.

—Cómo te has puesto, pequeña.
—Espera, que creo que tengo pañuelos en el bolso.

Natalia se limpia parsimoniosamente el líquido pegajoso que se le ha quedado entre los dedos.

—Natalia.
—Qué.
—Podríamos irnos tres o cuatro días.
—Será si tengo dinero.
—Yo te pongo lo que falte.
—No me gusta deber nada a nadie.
—¡Qué mas da! Si soy yo...
—Ya, ya, pero...

Los dedos de Natalia están ya casi limpios, pero ella saca otro pañuelo y sigue limpiándose.

—Natalia.
—Qué.
—Si pasara algo... si yo dejara de gustarte, me lo dirías, ¿verdad?
—Claro. ¿A qué viene eso?
—A nada... Y si te empezara a gustar otro, también, ¿no?
—Sí. No sé a que viene eso, Borja.
—A nada, a nada... ¿Estás limpia ya?
—Casi.

Natalia se ha ruborizado y mira de un lado para otro mientras termina de limpiarse.

—Ya.

Siguen caminando. Anochece, y los faroles empiezan a encenderse. Borja, mirando para el suelo, se sonríe melancólicamente.

—¿Sabes? Todavía me parece increíble, no me lo termino de creer.
—¿El qué?
—Que estemos juntos, Natalia.
—¿Por qué? ¿Tanto te asombra?
—Tanto y más. ¿A ti no?
—A mí no. Son cosas que pueden pasar.
—Es que para mí ya todo gira en torno a ti.

Natalia no dice nada. Borja la mira de reojo, parece que va a decir algo.

—¿Sabes? Mañana mis padres se van a no sé dónde con unos amigos. Tenemos toda la tarde para estar solos en casa. Vente y comemos y cenamos allí.
—¿Y si nos pillan?
—No nos van a pillar.
—¿Estás seguro?
—¡Claro!
—No sé. Yo no estoy tranquila. Lo paso mal con esas cosas y no estoy a gusto en ningún momento. Y así casi es mejor...
—Parece que no quieres.
—¡No digas tonterías!
—A veces me da la sensación, qué quieres que te diga.
—Ven aquí anda. Estás tonto.

Natalia le abraza y le besa en la mejilla. Se hace un silencio.

—Entonces, ¿te vienes o no?
—¿A dónde?
—¡A mi casa, a dónde va a ser!
—Ya te he dicho que no estoy tranquila...
—Pero si es que no nos van a pillar.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque mis padres se van fuera de Madrid, vendrán tarde.

Natalia está pensativa, parece incluso triste...

—Bueno, pero nos vamos pronto, ¿eh? ¡Qué vergüenza si nos pillan tus padres, Dios mío! ¿Te imaginas?

Borja sonríe forzadamente. Natalia le mira a los ojos. Parece que va a decir algo, algo importante y que quizá debería haber dicho hace ya mucho tiempo.

—¿Ibas a decirme algo?
—¿Qué?
—Que si ibas a decirme algo.
—No, no, nada, cariño, nada...

Natalia y Borja siguen caminando, en silencio, junto a las estatuas de los reyes godos. Han dado un par de vueltas a la plaza de Oriente, y por detrás de la sierra del Guadarrama queda un último claror mentolado...