"La calle de Altamirano forma parte de un minúsculo ensanche de Madrid en forma de trapecio que queda como retirado, como adosado al costado izquierdo de la ciudad, por donde ésta respira los refrescantes aires que le llegan del verde de la Casa de Campo y el parque del Oeste y que suben desde el cauce del Manzanares, que corre pequeño y aturdido, a veces entre autopistas y masas de cemento y ladrillo, otras entre hileras de álamos de un verde blanquecino, otras entre barrios obreros de edificios marrones, feos y gastados. La calle de Altamirano baja, como todas las calles paralelas, desde Princesa hasta el paseo de Rosales y es una de las líneas cortas que tejen la cuadrícula de ese ensanche cerrado, estanco, como un mundo propio y a parte, porque nada tiene que ver con las masas de verdura que le quedan al norte y oeste, con la cosmopolita plaza de España que le delimita al sur y con los populosos e intrincados barrios que, al otro lado de la calle Princesa, se extienden hacia el este, hacia el caliente corazón de la capital. Ese trapecio es, sin embargo, un oasis ciudadano con personalidad propia, con edificios burgueses y cómodos, más sereno que el resto de la ciudad, pero que goza de una vitalidad algo provinciana, como si todas las influencias de las pequeñas ciudades castellanas se hubieran reunido y mezclado en esa pequeña extensión inclinada hacia el valle del Manzanares, con sus edificios colgando encima de sus terrazas como la ropa blanca brillando por el sol sobre las cuerdas de tender.
Desde mi habitación del cuarto piso del número 17 de la calle de Altamirano solía quedarme observando el tráfago extrañamente sosegado que, al atardecer, hormigueaba por toda esta zona. Me entretenía y tranquilizaba asomarme al balcón y fijarme en los adolescentes que salían del cercano colegio del Sagrado Corazón, con sus uniformes de jerseys azul marino y pantalones grises claro en los chicos y sus faldas a cuadros escocesas y apretados suéteres, que apenas llegaban a la cintura, en las chicas; o en la peluquera que, ante la falta de trabajo, se queda en la puerta de la modesta peluquería fumando un pitillo y mirando al vacío; o en el mozo que transporta enormes cajas de fruta y las deposita en la fresca y colorida frutería que, desde que tengo uso de razón, provee de verde y vitaminas al barrio; o en el señor de negocios, maletín en mano y gesto de permanente seriedad en la cara —como no queriendo perder en ningún momento su condición de ser imperturbable, tan necesario en su trabajo—, que sube la calle caminando con prisa, porque no hay un minuto que perder siquiera en un agradable paseo y la familia estará ya esperándole para recibir sus agasajos; o simplemente en la muchacha bonita que viene de la Facultad o del trabajo y, con andar pausado, mira para el suelo, probablemente pensando en sus cosas, en su vida, que a mí a veces, pensaba, me gustaría compartir. Lo que más me llamaba la atención de mi calle y de mi barrio en general era el relativo silencio que lo invadía. Las motos, los coches, las voces, sonaban menos que en otras zonas de Madrid, como si los edificios estuvieran hechos de ese material insonorizable con el que recubren los estudios de radio. Todo ruido llegaba tamizado hasta mis oídos, que escuchaban complacidos el pulso vital, débil pero constante, de la calle de Altamirano.
Una tarde de marzo... (...)"