Desde tu ventana hogareña, marco sin sombras,
sube el vapor de la nostalgia, del instante y de la
anticipación, sube la galerna de las primeras luces
de la mañana, de los estertores de la noche, una noche
que crees que hoy ha sido azul, ayer fue morada,
que crees que hoy ha sido azul, ayer fue morada,
un día que no recuerdas fue negra, y mañana...
Desde tu ventana hogareña, brocal de esperanzas,
perspectiva de derrotas, aires de gozos encubiertos
que luchas por anticipar, las primeras sombras, los
grandes madrugadores, cuajan de vida las aceras en
penumbra, los parques desiertos y los silencios matutinos.
¿Existe el sufrimiento en el amanecer?, te preguntas;
¿es visible la cara oscura cuando el sol pugna por salir?,
te respondes. Nunca se detiene esa bronca radiación
de los motores, ni siquiera ahora, cuando, desde tu
ventana hogareña, a las seis de la mañana, libas el
aroma de esas muchachas que te quedan por conocer,
gustas el instante que te sostiene sobre el estrecho
pedestal de la vida, sospechas las tristes menudencias
pedestal de la vida, sospechas las tristes menudencias
que, ¡hoy tampoco! —¿o sí, tal vez?—, te impedirán
resucitar y, una vez más, decir: y mañana...
Desde tu ventana hogareña, fotograma azulado,
tu cerebro descansa de tantas horas de sueño o de
insomnio y te crees, te llegas a creer, que esa verdura
lejana, esos jardines oscuros, esos bloques de hormigón
y ladrillo que fueron creciendo desde tu infancia, esa
campiña amable, esa mujer acostada de la sierra de
Guadarrama, esas corzas saltadoras que jamás has visto
pero en las que piensas sin saber por qué, todo eso,
llegas a creerte que es tuyo y que con ello vives,
garantizándote, sin que tú lo sepas, que mañana...
Desde tu ventana hogareña, salida y entrada del mundo,
un haz te deslumbra, de pronto; es un haz a veces rojo,
otras púrpura, otras violeta, o quizá sea todo ello a la vez.
Se acabó la contemplación, es la hora de la batalla, te
apartas del alféizar —hondo precipicio de sensaciones—,
cierras los ojos, suspiras...
Pero no, aún no.
Las farolas, peregrinas luciérnagas, se apagan, en el horizonte
la claridad asciende con un color de hielo y, como venida
desde el corazón de la tierra, nace un fuego amarillo
que se abre paso entre la masa de ladrillo de enfrente.
Alguien, una silueta indescrifable, abre su marco hacia
la ciudad, observa, respira, fuma, pestañea, suspira,
te mira... Y de repente, la respuesta.
No es mañana, es hoy.