Aquella noche marcó un antes y un después en la vida de Isaac Aguirre, qué duda cabe. Y, después de recomponer pieza por pieza el destrozado y otrora lujoso jarrón Ming de su existencia, gracias a indagaciones propias, a leer fragmentos de sus diarios, a sus confesiones, hechas tanto a mí como a sus más allegados, con quienes he tenido oportunidad de hablar largamente, queda claro cuán frágil y sobre qué patas más endebles se sustenta la felicidad de cualquier persona, por bien asegurada que parezca, por lustrosa que se muestre a nuestros ingenuos ojos, que sólo ven las luces y los brillos, cuando en realidad es bastante común que las sombras, esas largas y amenazadoras sombras que no siempre vemos, sean las dominantes.
Lo que ocurre es que normalmente procuramos que esas sombras permanezcan ocultas, por no sé qué vergüenza a no parecer feliz, a fracasar ante los ojos de los demás aunque se fracase rotundamente ante nosotros mismos, eso es lo de menos. En esta vida sólo se tolera el éxito, y más aún en los ambientes en los que se movía Isaac Aguirre. En esos mundos —y aquí utilizo deliberadamente el plural, pues son muchos los tentáculos que se retuercen en pos de las conciencias—, que por otra parte no son tan lejanos como pudiera parecer, lo único que cuenta son tres cosas: el atuendo, el físico y —¡sí, lo han adivinado!— el dinero. Claro que pensándolo bien es posible que esos tres pilares sean exactamente los mismos que sustentan el resto de capas sociales, sólo que quizá en aquélla éstos pilares han de ser aún más gruesos y vigorosos. Comúnmente se dice que lo que se cuece en aquellos lares está al margen de la sociedad, pero yo creo que están equivocados. En realidad, todos los vicios generales se encuentran allí en su estado más puro, en sus cimas más elevadas. Las bacterias de la envidia, la avaricia, la vanidad, la falsedad, encuentran el caldo de cultivo más apto para sobrevivir y para desarrollarse hasta extremos malsanos. Claro que esos mundos tienen un inevitable efecto atrayente, y lo digo sabiendo de qué va el cuento, pues también a mí ha seducido el brillo de sus carrocerías metalizadas. Porque todo allí es eso, carrocería.
Aquella noche, decía, dio fin a una época en la vida de Isaac Aguirre y comienzo a otra. Este relato arranca mucho antes de esa fecha crítica. Si es mejor o peor la segunda época que la primera lo dejo al juicio del lector cuando termine de leer esta verídica historia. Es curioso cómo a veces ciertos sucesos aparentemente insignificantes que se cruzan en la existencia de una persona adquieren dimensiones verdaderamente monstruosas, si no inmediatamente, sí con el tiempo. Sentarse a reflexionar, pensar en las causas que pudieron conducir a un estado actual totalmente alejado del anterior, andar por sendas rectas buscando la meta, el motivo que nos llevó a nuestra situación, para lógicamente actuar en consecuencia e intentar arreglarlo, es un hecho cotidiano. Hay veces que se llega a lo que buscamos por ese camino recto, hay otras en que esa vía es algo más tortuosa pero igualmente nos lleva al destino deseado, y hay otras en que lo que ocurre es que obviamos las pequeñas e insignificantes veredas que se desvían a derecha e izquierda, por permanecer ocultas a nuestros ojos, detrás del follaje y las malas hierbas, o simplemente porque no queremos verlas, ofuscados como estamos por encontrar una salida rápida y fácil a nuestras tribulaciones.
Yo creo que Isaac Aguirre sí tenía clara la verdadera causa de su caída. Los que estábamos a su alredededor notamos en él un cierto decaimiento, tampoco muy perceptible al principio, pero que luego se hizo tan evidente que algunos no pudimos por menos que empezar a preocuparnos. Yo intenté hablar con él alguna vez, pero o bien me decía que no le pasaba nada, que estaba estupendamente y que se encontraba feliz de la vida, o bien me contestaba con evasivas y palabras vagas acerca de su situación. El evidente declive físico era la cara visible de la luna, pero detrás, en esa zona oscura que nosotros no veíamos, había toda una superficie trufada de cráteres morales, cráteres que tuvieron una única y terrible causa, fraguada aquella funesta noche. Poco a poco me fui distanciando de él, empezó a frecuentar amistades que a mí personalmente me repugnaban, aunque, por ese influjo fatal de que ya he hablado, muchas veces me veía arrastrado con invencible fuerza hacia sus campos gravitatorios. Tampoco yo he sido un santo, reconozcámoslo, y si he de ser sincero, tengo que decir que pude hacer mucho más para acompañar a Isaac en sus momentos más difíciles. Luego ya le perdí de vista, y durante mucho tiempo no volví a saber absolutamente nada de él. Hasta hace unos pocos meses, cuando un día, paseando por el Retiro, me lo crucé. Ese día hablamos tranquilamente sentados en un banco, bajo la suave luz del crepúsculo, y fue en aquella conversación cuando me hizo las confesiones que servirán de cañamazo a este libro. Posteriormente volvimos a trabar contacto, me dio a leer sus diarios, conocí a su familia, a sus amigos, hablé con todos, y todo ello conjuntamente, junto con lo que ya conocía, me proporcionó los elementos necesarios para contar esta historia que, por otra parte, es una más de las muchas similares que pueblan este a veces inhóspito —¡las más, para nuestra desgracia!—, a veces amable, unas veces envuelto en papel de lija, otras en terciopelo, planeta Tierra.
Pero es que tiene que ser así, y de nada vale que nos lamentemos de ello. ¿Qué es un amor sin el sufrimiento? ¿Qué sería de los momentos felices sin los amargos? ¿Tendría sentido el éxito si no existiera el fracaso? ¿Puede haber luz sin las sombras? ¿No saborea mejor las mieles de la victoria el deportista que ha ganado un título si antes ha perdido muchos? ¿Por qué ese empeño en ofrecer nuestra cara más brillante, en tapar las grietas por donde se escapan las lágrimas, en aparecer ante los demás como seres siempre planos, siempre seguros, dichosos, avasalladores como enormes apisonadoras que lo único que quieren es quedar por encima de los demás? ¿Es que hay algo ignominioso en la derrota, en las pequeñas y grandes semillas amargas que vamos encontrando por el camino? ¡Ya vendrán las dulces! Pero, mientras tanto, aprendamos, encontremos recreo y enseñanza en aquello que nos trastorna, extraigamos la ambrosía de ese fruto negro, seco y retorcido, aunque a simple vista nos parezca imposible.
He de decir que aquella tarde en el Retiro, después de mucho tiempo sin verle, mi primera impresión fue que había cambiado mucho, tanto en lo tocante a la indumentaria como en lo que concierne a su rostro, expresiones y ademanes. Había sustituido sus camisetas ajustadas y de vivos colores, de amplios cuellos y estrafalarios diseños, sus camisas rosas y azules metidas por dentro del pantalón, sus pantalones de pinzas o vaqueros ajustados, sus cinturones dorados, sus mocasines o naúticos, o carísimas alpargatas de cretona si de lo que se trataba era de ir casual, como él mismo decía con acento anglosajón, por ropas mucho más sencillas, discretas y alejadas de las pretenciosidades acostumbradas en tiempos anteriores. Pero sobre todo noté que se había operado un cambio en todo su ser, y esta fachada del atuendo no era más que una comunicación exterior de su serenidad interior. Sus ojos habían perdido brillo, pero tenían un mirar más sosegado y a la vez más limpio, y sus palabras salían de la boca cadenciosamente y en un sedante hilo de voz, en contraste con aquel potente y acelerado torrente que yo había conocido. Había adelgazado, sin duda, y tenía barba de tres días, bien cuidada eso sí. Las manos, otrora vigorosas y surcadas de gruesas venas, eran más finas y a la vez más amorosas y delicadas, y me di cuenta de que casi siempre las tenía entrelazadas al hablar. Hablaba con el tono de aquel que tiene conocimiento de causa de lo que dice y que ha reflexionado mucho sobre ello, y en conjunto sus movimientos era mucho más lentos y parsimoniosos que antaño, destilando quizá un cansancio crónico de todo y por todo, pero llevado con una dulce resignación.
Estoy muy feliz de haber recuperado la valiosa amistad de Isaac Aguirre. No hay domingo por la tarde en que no nos citemos en la plaza de Colón, junto al Museo de Cera, paseemos hablando de nuestras cosas por las calles Génova y Sagasta, si es que no hace mucho frío, y entremos en el Café Comercial, glorieta de Bilbao, a coser pacientemente una tranquila tertulia, como se ha hecho toda la vida.
La estampa se ha convertido ya en costumbre. Sobre todo en invierno es especialmente placentero entrar en el café y embriagarse de esa acogedora y cálida sensación que se tiene cuando se viene de las gélidas calles. Saludamos a Yaiza, la camarera, que se afana detrás de la barra de cinc, y entramos al fondo, a sentarnos en nuestra mesa de siempre, una mesa de mármol gris con patas de hierro negro y con un mullido sofá color burdeos adosado a la pared. Al poco la figura de Yaiza, que se multiplica en los espejos de la sala asemejándola a un cielo lleno de ángeles idénticos, se acerca con una sonrisa de blanco resplandeciente, los ojillos negros más pícaros cada día, y entonces siento un fuego en las mejillas, un escorpión que me sube por el vientre y una repentina endeblez de piernas. Yo creo que ella lo nota. Isaac me dice que le diga algo, que si no se me van a adelantar, pero hasta el momento no le he hecho caso. Nos saluda, nos cuenta sus cosas, nos pregunta por las nuestras y le grita a uno de sus compañeros, un señor seco, calvo y de tez azufrada, que nos prepare lo de siempre.
—¡Un cortado y un cortado descafeinado, Félix!
El descafeinado, por estas cosas que pasan, es para Isaac.