"Este escrito es una nostalgia. Todo escrito con afán literario lo es. Nostalgia de lo que pasó o nos gustaría que hubiera pasado. Nostalgia de lo que pasa y no podemos vivir o de lo que nos gustaría que pasara. Nostalgia de algo que nunca ocurrió o está ocurriendo siempre, quizá. Escribir no es más que utilizar esa nostalgia para crear algo con lo que huir precisamente de ella".
(Sebastian Melmoth, o sea yo)
Lo que viene a continuación es un extracto del libro de César González-Ruano (1903-1965) Memorias. Mi medio siglo se confiesa a medias:
No toda la vida del escritor es, naturalmente, su obra. Pero sí su obra es siempre su vida, quiera él o no que sea así. Alguien dijo entre nosotros: “Todo lo que no es tradición es plagio”. Pues bien; me atrevo a apurar o desentrañar más la sentencia: todo lo que no es, directa o indirectamente, autobiografía, es plagio. Todo lo que en literatura no es nostalgia, es simulación.
La novela, la forma más libre, más vasta de la invención literaria, es autobiografía cuando es humana, y sincera obra del hombre cuando está escrita en trance de imperiosa necesidad comunicativa de su angustia y del orbe de su soledad individual.
Lo que ocurre es que autobiografía no es únicamente, como dice el Diccionario, “vida de una persona escrita por ella misma”, sino vidas y muertes de una persona, abrimientos y clausuras de la personalidad; vida, igualmente, de sus fantasmas, de sus encadenados demonios, de todos sus “yoes”, de sus secretas existencias, de su contrafigura, de sus diferentes nacimientos constantes, de sus distintas actualidades, defunciones parciales y plural actitud de sus sentimientos y resentimientos. Todo eso —por lo menos— es la autobiografía. Y, seguramente, aún es más.
Tan lo creo así, que al redactar ahora mis “Memorias” sobre una base tan real, tan cierta, tan precisa, y poco fantástica, como es el referir fiel y sinceramente mi vida física y profesional, me creo continuamente —y no me engaño— estar escribiendo una novela en primera persona. Una novela que a veces finge, por su propia cuenta, desinteresarse del protagonista y hasta ponerle en trances inéditos a su memoria. Una novela en la que hay que ir inventando, cada día, la propia realidad. Porque ya he visto que no se puede creer en nada que no admita una permanente recreación. Ni en la Muerte siquiera. Porque no hay nada estático, ni nada está explicado y cerrado en sí.
Una novela, digo, en la que hay que ir inventando la propia realidad, en tanto que nosotros no somos sino criaturas inventadas por nosotros mismos, y no tiene menos invención la propia existencia que menor realidad autobiográfica lo que novelescamente tomamos de un mundo aparentemente ajeno, de un mundo engañosamente imaginativo, manejando personajes que en su ficha convencional y externa en nada se nos parecen.
Intimidad y publicidad son, en principio y fin, la misma cosa en el escirtor. Vida real y leyenda acaban por resultar simples variantes de indéntica sustancia.
Somos, en parte, lo que somos, y en otras partes, lo que fuimos y lo que seremos y lo que los demás han dicho que somos, porque hasta la calumnia (ruego atención para esta teoría) no suele ser sino una forma mágica de adivinación.
Somos lo que somos y lo que parecemos también. La opinión ajena, justa o injusta, termina por añadirse a nuestra entraña. El “yo” de los otros, al sol de la posteridad del ser humano, tiene un volumen que se proyecta en la sombra. Algo como un sub-yo o como su super-yo, que no será, naturalmente, nuestro todo, pero que será independiente de nuestra voluntad, nuestra parte. La parte que los demás han querido.
Y somos, aún, aquello que fingimos ser. Porque ya advierte la Kábala que el que se finge fantasma acaba por serlo.
D´Annunzio, ¿qué es sino una vida dannunziana? Don Ramón del Valle-Inclán, ¿quién es para sus lectores sino el marqués de Bradomín, primero por haber salido el marqués de don Ramón, y luego por mimetismo, porque don Ramón cumple años físicos de su inventado Bradomín?
Ha vivido nuestra intimidad y nuestra creación a costa de la misma vida: la vida pública que se suicidaba año por año, sin premuras, pero sin cicatería, como oyendo aquella recomendación del rey Don Sebastián a sus fidalgos: “Caballeros, morir sin prisa”.
Ha vivido uno de muchas maneras. Buenas y malas, encogidas y faústicas, pobres y ricas, de triunfo y de caída. Y todo eso está en mis artículos y en mis libros, todo eso es de lo que ahora estoy levantando inventario de urgencia. Todo está en lo escrito. Con palabras claras o en cifra, aunque el que llore con mis lágrimas sea un mendigo alemán; aunque quien ría con mi risa sea una damisela situada en la Costa Azul. Todos soy yo.
Mi vida está en mis artículos, en mis libros, en la explicación de la vida de los otros.
Tal vez se dé el caso de que mi vida esté en la literatura... y la literatura esté en mi vida.
Porque, ¿qué cosa es sola vida, y cuál sólo literatura en un escritor? ¿Quién traza esa frontera?
Cuando Verlaine dice: “Es todo lo que queda... ¡literatura!”, quería decir: “Es todo lo que queda... ¡la vida!”.
No queremos, ni sabemos, ni podemos vivir para otra cosa. La pequeña amante desconfía de nuestra sinceridad y dice: “Tú conmigo estás haciendo literatura!” ¡Claro está! ¿Y qué otra cosa podríamos hacer?
En cambio, la literatura, a ciertas edades sinceras y nostálgicas, se revuelve un momento contra nosotros, airada y ofendida: “Tú me estás quitando todo lo que me diste: las bellas imágenes, las felices paradojas, la costosa elegancia, el chic al que me había acostumbrado, la opulencia, la elocuencia, la voluptuosidad... ¿Qué es esto? ¡Ah, mal amante... tú estás haciendo conmigo vida!” ¡Claro está! ¿Y qué otra cosa podríamos hacer? ¿Qué otra cosa, siendo sinceros con nosotros mismos, queriendo ser precisos y trascendentes, que literatura para la vida y vida para la literatura? Os ruego que no consideréis todo esto como puras frases. No lo son.
A tempranas edades, cuando todo es arrogancia y simulación, las censuras las registramos en el haber del libro de la vanidad. Todos hemos sentido eso de que lo que importa es que hablen de nosotros, bien o mal, eso es lo mismo.
Ahora no. Ahora las censuras nos hieren y nos duelen en un costado metafísico que no es el de la vanidad. Cuando alguien nos dice que no escribimos bien, nos abruma. Nos echaríamos a llorar diciéndole que es que no sabemos vivir mejor, más elegante y eficazmente. Y con más estilo.
Cuando alguien nos dice que tal o cual personaje de nuestra invención no está bien visto, nos asombra y entristece, porque es igual que si nos negaran a nosotros mismos, ya que nosotros somos ese y todos los personajes.
Se nos dirá: ¿Es que es usted es el príncipe que saca de tal cuento? ¿Es usted el asesino de que habla en tal crónica? ¿Por ventura es usted, señor escritor, esa estupenda dama de su novela?
Y yo os diré: Sí, soy yo. Soy, en todo caso, el príncipe que hubiera sido de nacer príncipe. El asesino que hubiera sido de haber así matado. La estupenda dama que todo caballero lleva misteriosamente concéntrica en su masculinidad.
Soy el que afirma y que contradice en los diálogos. El bueno y el malo. El ángel y el demonio, porque de ese duelo pemanente se alimenta la criatura humana, que es el escritor, y en ese duelo ancla su agonía y su esperanza.
Éstos son los problemas de la creación y de la intimidad literaria. Morimos y nacemos cada día. Por eso somos viejísimos y algunos son eternos. Por eso estamos tan cansados. Por eso vamos siendo, según los años pasan, cada vez más buenos, en el sentido conversacional, limpio y directo de la palabra.
Es imposible (y la rara excepción no importa) que un escritor de veras, bueno o malo en su obra, pero escritor de fe, puede ser indiferentemente bueno o malo como persona, como ente humano. La literatura (por inteligencia y por sensibilidad, esa inteligencia del corazón que no está en la cabeza) tiende al bien. Por pura verdad del tópico: porque no hay camino más real para el bien que la comprensión, que la imaginación. Ama al prójimo como a ti mismo, quiere decir: imagínate a ése como te imaginas a ti".
"En general, a mí se me ha mezclado la vida y la literatura de tal modo, que creo que no me fue nunca posible vivir de otra manera que de una manera literaria ni abordar ningún libro cuya esencia más o menos indirecta no fuera mi propia vida.
No toda la vida del escritor es, naturalmente, su obra. Pero sí su obra es siempre su vida, quiera él o no que sea así. Alguien dijo entre nosotros: “Todo lo que no es tradición es plagio”. Pues bien; me atrevo a apurar o desentrañar más la sentencia: todo lo que no es, directa o indirectamente, autobiografía, es plagio. Todo lo que en literatura no es nostalgia, es simulación.
La novela, la forma más libre, más vasta de la invención literaria, es autobiografía cuando es humana, y sincera obra del hombre cuando está escrita en trance de imperiosa necesidad comunicativa de su angustia y del orbe de su soledad individual.
Lo que ocurre es que autobiografía no es únicamente, como dice el Diccionario, “vida de una persona escrita por ella misma”, sino vidas y muertes de una persona, abrimientos y clausuras de la personalidad; vida, igualmente, de sus fantasmas, de sus encadenados demonios, de todos sus “yoes”, de sus secretas existencias, de su contrafigura, de sus diferentes nacimientos constantes, de sus distintas actualidades, defunciones parciales y plural actitud de sus sentimientos y resentimientos. Todo eso —por lo menos— es la autobiografía. Y, seguramente, aún es más.
Tan lo creo así, que al redactar ahora mis “Memorias” sobre una base tan real, tan cierta, tan precisa, y poco fantástica, como es el referir fiel y sinceramente mi vida física y profesional, me creo continuamente —y no me engaño— estar escribiendo una novela en primera persona. Una novela que a veces finge, por su propia cuenta, desinteresarse del protagonista y hasta ponerle en trances inéditos a su memoria. Una novela en la que hay que ir inventando, cada día, la propia realidad. Porque ya he visto que no se puede creer en nada que no admita una permanente recreación. Ni en la Muerte siquiera. Porque no hay nada estático, ni nada está explicado y cerrado en sí.
Una novela, digo, en la que hay que ir inventando la propia realidad, en tanto que nosotros no somos sino criaturas inventadas por nosotros mismos, y no tiene menos invención la propia existencia que menor realidad autobiográfica lo que novelescamente tomamos de un mundo aparentemente ajeno, de un mundo engañosamente imaginativo, manejando personajes que en su ficha convencional y externa en nada se nos parecen.
Intimidad y publicidad son, en principio y fin, la misma cosa en el escirtor. Vida real y leyenda acaban por resultar simples variantes de indéntica sustancia.
Somos, en parte, lo que somos, y en otras partes, lo que fuimos y lo que seremos y lo que los demás han dicho que somos, porque hasta la calumnia (ruego atención para esta teoría) no suele ser sino una forma mágica de adivinación.
Somos lo que somos y lo que parecemos también. La opinión ajena, justa o injusta, termina por añadirse a nuestra entraña. El “yo” de los otros, al sol de la posteridad del ser humano, tiene un volumen que se proyecta en la sombra. Algo como un sub-yo o como su super-yo, que no será, naturalmente, nuestro todo, pero que será independiente de nuestra voluntad, nuestra parte. La parte que los demás han querido.
Y somos, aún, aquello que fingimos ser. Porque ya advierte la Kábala que el que se finge fantasma acaba por serlo.
D´Annunzio, ¿qué es sino una vida dannunziana? Don Ramón del Valle-Inclán, ¿quién es para sus lectores sino el marqués de Bradomín, primero por haber salido el marqués de don Ramón, y luego por mimetismo, porque don Ramón cumple años físicos de su inventado Bradomín?
Ha vivido nuestra intimidad y nuestra creación a costa de la misma vida: la vida pública que se suicidaba año por año, sin premuras, pero sin cicatería, como oyendo aquella recomendación del rey Don Sebastián a sus fidalgos: “Caballeros, morir sin prisa”.
Ha vivido uno de muchas maneras. Buenas y malas, encogidas y faústicas, pobres y ricas, de triunfo y de caída. Y todo eso está en mis artículos y en mis libros, todo eso es de lo que ahora estoy levantando inventario de urgencia. Todo está en lo escrito. Con palabras claras o en cifra, aunque el que llore con mis lágrimas sea un mendigo alemán; aunque quien ría con mi risa sea una damisela situada en la Costa Azul. Todos soy yo.
Mi vida está en mis artículos, en mis libros, en la explicación de la vida de los otros.
Tal vez se dé el caso de que mi vida esté en la literatura... y la literatura esté en mi vida.
Porque, ¿qué cosa es sola vida, y cuál sólo literatura en un escritor? ¿Quién traza esa frontera?
Cuando Verlaine dice: “Es todo lo que queda... ¡literatura!”, quería decir: “Es todo lo que queda... ¡la vida!”.
No queremos, ni sabemos, ni podemos vivir para otra cosa. La pequeña amante desconfía de nuestra sinceridad y dice: “Tú conmigo estás haciendo literatura!” ¡Claro está! ¿Y qué otra cosa podríamos hacer?
En cambio, la literatura, a ciertas edades sinceras y nostálgicas, se revuelve un momento contra nosotros, airada y ofendida: “Tú me estás quitando todo lo que me diste: las bellas imágenes, las felices paradojas, la costosa elegancia, el chic al que me había acostumbrado, la opulencia, la elocuencia, la voluptuosidad... ¿Qué es esto? ¡Ah, mal amante... tú estás haciendo conmigo vida!” ¡Claro está! ¿Y qué otra cosa podríamos hacer? ¿Qué otra cosa, siendo sinceros con nosotros mismos, queriendo ser precisos y trascendentes, que literatura para la vida y vida para la literatura? Os ruego que no consideréis todo esto como puras frases. No lo son.
A tempranas edades, cuando todo es arrogancia y simulación, las censuras las registramos en el haber del libro de la vanidad. Todos hemos sentido eso de que lo que importa es que hablen de nosotros, bien o mal, eso es lo mismo.
Ahora no. Ahora las censuras nos hieren y nos duelen en un costado metafísico que no es el de la vanidad. Cuando alguien nos dice que no escribimos bien, nos abruma. Nos echaríamos a llorar diciéndole que es que no sabemos vivir mejor, más elegante y eficazmente. Y con más estilo.
Cuando alguien nos dice que tal o cual personaje de nuestra invención no está bien visto, nos asombra y entristece, porque es igual que si nos negaran a nosotros mismos, ya que nosotros somos ese y todos los personajes.
Se nos dirá: ¿Es que es usted es el príncipe que saca de tal cuento? ¿Es usted el asesino de que habla en tal crónica? ¿Por ventura es usted, señor escritor, esa estupenda dama de su novela?
Y yo os diré: Sí, soy yo. Soy, en todo caso, el príncipe que hubiera sido de nacer príncipe. El asesino que hubiera sido de haber así matado. La estupenda dama que todo caballero lleva misteriosamente concéntrica en su masculinidad.
Soy el que afirma y que contradice en los diálogos. El bueno y el malo. El ángel y el demonio, porque de ese duelo pemanente se alimenta la criatura humana, que es el escritor, y en ese duelo ancla su agonía y su esperanza.
Éstos son los problemas de la creación y de la intimidad literaria. Morimos y nacemos cada día. Por eso somos viejísimos y algunos son eternos. Por eso estamos tan cansados. Por eso vamos siendo, según los años pasan, cada vez más buenos, en el sentido conversacional, limpio y directo de la palabra.
Es imposible (y la rara excepción no importa) que un escritor de veras, bueno o malo en su obra, pero escritor de fe, puede ser indiferentemente bueno o malo como persona, como ente humano. La literatura (por inteligencia y por sensibilidad, esa inteligencia del corazón que no está en la cabeza) tiende al bien. Por pura verdad del tópico: porque no hay camino más real para el bien que la comprensión, que la imaginación. Ama al prójimo como a ti mismo, quiere decir: imagínate a ése como te imaginas a ti".