martes, 28 de febrero de 2012

EL FABRICANTE DE NOSTALGIAS

"Soy nostálgico, casi un “profesional de la nostalgia”, que dijo Umbral, pero yo creo que más que nada porque tengo buena memoria y amor a la vida. Me gusta en ciertos momentos recordar y edificar la realidad que ya pasó, pero cambiaría todas esas nostalgias costosamente levantadas por un segundo de vida presente plena, entre otras cosas porque ese segundo es material de primera calidad para construir en el futuro nuevas y más placenteras nostalgias.
Para los nostálgicos de verdad, que sólo piensan en sus nostalgias y en su capacidad nostálgica, es fundamental olvidarse a menudo de esa cualidad suya y dedicarse con frenetismo al presente, a ese atardecer esplendoroso, a esa velada mágica, a ese minuto de gloria en la tranquilidad de un paseo, la contemplación de un paisaje o el disfrute de una canción. El nostálgico profesional, como profesional que es, debe, cuando su instinto se lo indique, saber dejar a un lado sus bártulos de recordación y aprehender la vida en el instante, porque sólo a partir de esa dedicación plena podrá fabricar nostalgias nuevas con que extasiarse de placer en el futuro.
Las nostalgias necesitan renovarse de vez en cuando, y ningún nostálgico es capaz de detenerse en un solo instante, en una sola época de su vida, y practicar su nostalgia sólo con ese material. Es mucho mejor y más placentero diversificar nostalgias, ir formando a lo largo de la vida –a la vez que va uno ejercitando la nostalgia- tejido para el recuerdo, esto es, cada cierto tiempo olvidarse de todo pasado y centrarse con ardor en lo que va a ser nostalgia en un futuro quizá no demasiado lejano. Ir alternando etapas de presente y etapas –inevitables por el carácter del nostálgico- de pasado. Ir haciéndose e ir recordándose para a continuación volver a hacerse. Y volver a recordarse. Y volver a hacerse. Y así, ir viviendo e ir recordando que se vivió y que se vive.
Aunque quizá mejor que todo este mecanismo, un tanto artificial, sea ponerse en medio del torrente de la vida sin miedo, sin pensar en nostalgias futuras, sentir todo el peso de los acontecimientos sobre nuestra espalda hasta que creamos no poder más. Así ocurren las mejores cosas y así se hacen las mejores nostalgias, sin ser conscientes de que están ocurriendo, sin saber muy bien qué es lo que está ocurriendo."

viernes, 24 de febrero de 2012

PUNTOS SUSPENSIVOS

¿Sería posible vivir toda una vida de una sola ilusión? ¿Sería posible retener fresca en la memoria una sola imagen, una sola mirada, y con ello confortarse hasta el final de nuestros días y utilizarlo como combustible para no claudicar? ¿Por qué ha de ser necesario renovar la yesca de las ilusiones, por qué dura tan poco el impulso de su acción? Adolescente, dieciséis o diecisiete años, cara golfa, ojos atlánticos, curvas blancas, cuerpo de mujer embutido en una conciencia de semi-mujer. Y ello hace de ese conglomerado de fuerzas algo devastador. ¡Si ella fuera consciente!... diría alguno. Claro que es consciente, por eso –entre otras cosas- lo hace, por eso está ahí, por eso vive, por su poder colosal. ¿Cómo si no iba a sobrevivir en este mundo tan peligroso y hostil una criatura de apariencia tan delicada, si no es por un inmenso y extraño poder que no sabemos de dónde viene, aunque sí cómo se manifiesta? Me miró, sí, con fijeza, con una fijeza sobrehumana, sólo al alcance de un muerto con los ojos abiertos, de un animal o de un ser superior. Desde mi puesto en la zona de prensa del Palacio de los Deportes, intenté aguantar aquel vendaval de urgencia erótica, pero no lo conseguí. Desde la altura de mi atalaya física y mi mayor edad creí conveniente apartar la mirada, intentando aparentar desdén. Si ella supiera… Si ella supiera que mi desdén no era tal, sino miedo, temblor ante lo demasiado conocido, acero que hiende las entrañas con sus ojos claros… Si ella supiera… ¡Claro que lo sabe! Por eso lo hace.
Y por eso vive. Aparté la mirada, creyéndome grande y feliz. Lo fui durante unos instantes, pero al cabo de pocos segundos, cuando ella hubo desaparecido por el vomitorio del Palacio, todo se derrumbó. Ya antes me había fijado en ella, por pura casualidad. Fue antes del partido, estaba de pie delante de su asiento, y hablaba con su padre, o con alguien que parecía ser su padre. Era guapa, pero tenía un rostro extraño, anguloso, ojos demasiado grandes, mejillas trufadas de pecas. Pelo de barniz, ondulado (“Ser onda, oficio, niña, es de tu pelo…”). Y un cuerpo maravilloso, de escándalo, lo que los pudorosos llamarían de escándalo y uno, más modestamente (y también más estremecido) catalogaría con mil y un epítetos que no cabrían en este documento y que no harían justicia a la realidad. Me llamó la atención su juventud, en esa primera frontera –la adolescencia tiene muchas fronteras antes de salir de ella- con la incipiente adultez. No era una niña, no, pero tampoco podría decirse que fuera una mujer. Era… era eso, una fuerza.
No le di más importancia. Me fijé un momento, me admiré un segundo, revolví dentro de mi cerebro unas pocas nostalgias de lo insucedido y seguí con mi trabajo, sin acordarme más de ella. Hasta ese instante, dos horas después, ya terminado el partido, y cuando todos –ella incluida, acompañada por su padre-, menos los periodistas, desalojaban el Palacio. Yo hablaba con un compañero sobre el partido recién terminado, capté la señal de forma mágica, me callé, la miré lo más fijamente que pude… y no fui capaz, perdí, me ganó, me dejé ganar. Me aplastó, desde su juventud. Me laminó, desde la audacia de su belleza. Me sonreí efímeramente, pleno de autocomplacencia, me henchí de vanidad, como las estrellas que se mueren, y al poco tiempo, al poquísimo tiempo, al cabo de unos segundos, me colapsé, como un agujero negro, y ya no quedó nada…
Si pudiéramos vivir de una sola ilusión, si pudiéramos… Si ella supiera, si supiera… Claro que lo sabe, por eso lo hace, por eso vive…

martes, 7 de febrero de 2012

LA DESTRUCCIÓN O EL AMOR


"Ayer por la noche, antes de acostarme, releí, cinco años después, la sublime escena de La piel de zapa en que Rafal de Valentín y Pauline despiertan después de una noche de pasión. Qué escena más bella, porque a las voluptuosidades físicas del amor –o, más exactamente, de la resaca del amor- se añade un fondo trágico que proviene del amor mismo, y que en la novela se manifiesta en la enfermedad de Valentín y en esa indestructible piel de zapa, que se encoje a la vez que encoje la vida de su poseedor.
Esa escena, ¿no es resumen fatal de lo que es el amor en la realidad? Aunque decir amor en la realidad es una redundancia, porque el amor es la realidad. De amor estamos hechos y amor somos, y a base de amor y no otra cosa es como nos unimos al mundo.
Es posible que mi pretensión en la vida sea despertar en un lecho dorado por la primera luz del sol de la mañana junto a un ser que considere no mi espejo, que eso es narcisista, sino precisamente todo lo contrario, lo que no soy y de ninguna manera puedo ser, pero me gustaría ser algún día, algún siglo, alguna vida futura.
Rafael de Valentín morirá poco después de aquel despertar efímero y delicioso. Ya entonces sabía que iba a morir pronto, ya entonces sabía que era un muerto en vida, y que lo que estaba viviendo, ese regalo de la vida de abrir los ojos junto a Pauline, tenía más trazas de sueño que de realidad, con ser esa realidad bien caliente, bien intensa, bien digna de ser realidad soñada o sueño real, que viene a ser lo mismo.
Lo bueno, y no lo malo, de tener la fortuna de vivir un momento tan sublime, es que acaba pronto. Eternizarlo supondría encanallarlo, extraerle toda su esencia, hacerlo odioso y, por tanto, querer terminarlo lo antes posible. Y no, yo no quiero tener que querer que un momento así acabe, porque supondría la cruenta desmembración de lo mejor de mi ser.
Hace dos días se cumplieron cinco años de un día clave en mi vida. Fue el 5 de febrero de 2007 y, recién llegado a casa de una larga jornada de estudio, sentí la necesidad de comprar un libro. Se trataba de El antiguo Madrid, de Mesonero Romanos, y detrás de ese deseo lector latía lo que late en el corazón de Rafael de Valentín al despertar junto a Pauline en su lecho dorado por los rayos del sol. Exactamente lo mismo, y lo que sigue latiendo hoy en día, y lo que late en todos los escritores y en todos los grandes personajes de la literatura, ya se trate del propio Rafael Valentín, Gabriel Araceli, Pierre Bezujov, Lucien de Rubempré, Don Quijote, Martín Marco, Nejludov, Pascual Duarte, el doctor Pasavento, Demian, Fortunata, David Copperfield, Manuel Alcázar y un largo etcétera.
Aquel día, sí, empezó una etapa que se alarga hasta hoy y que tiene visos de alargarse aún más, no se sabe hasta cuándo. El día en que la literatura y un ansia inconcreta de Madrid y todo lo que ello significa me picó en el pecho y decidí que había algo más allá por lo que luchar y soñar, algo más allá de aquellos apuntes absurdos que me embutía en el cerebro, sin provecho, sin placer, sin entenderlos ni querer llegar a entenderlos. Seguramente, ellos tampoco me entendían a mí.
Fue el día en que decidí hacer de Madrid el escenario no de mi vida real y práctica, sino de mis sueños. Lo que ocurre es que en aquel momento yo pensaba que quería todo lo contrario: hacer en Madrid mi vida real, práctica, a partir de mis sueños. Aún hoy me resulta difícil discernir."

Ilustración de La piel de zapa, por Adrien Moreau (1897).

viernes, 20 de enero de 2012

AMORES DE INVIERNO

Miro la fecha del calendario y casi me espanto: el dos ya ha subido al marcador de enero y este año me ocurre lo contrario que me ha ocurrido siempre. Cuando lo normal en mí y en la mayoría de la gente es alegrarse por el avance progresivo de la luz en los días y la consiguiente cercanía de la primavera, el verano, el sol y demás mitos mediterráneos, yo hallo una extraña angustia en que los días vayan siendo más largos y en que poco a poco el invierno se vaya escapando de los dedos como arena fina. No sé a que responderá esto, pero es así: ahora mismo querría que el invierno, los días cortos y las noches largas, frías y finas se alargaran al menos dos o tres meses más, y mientras normalmente el tiempo transcurrido entre noviembre y marzo –el de frío oficial- se me hacía demasiado largo, este año lo estoy viendo pasar en un suspiro. Y no me gusta.
Es posible que con el paso de los años tienda a sentir con más intensidad las voluptuosidades del invierno que las del verano y que las incomodidades de éste preponderen sobre las de aquél, las considere más difíciles de superar y desde luego mucho más lejanas a mi sensibilidad y a la comodidad de mi fisiología. Y luego está la luz. Frente al encanto del temprano anochecer, la sola imaginación de que a las nueve de la noche sea de día me parece una solemne pérdida tiempo. Tantas horas saqueadas a la lectura, al recogimiento, a la escritura placentera.
Quiero hacer muchas cosas en lo que queda de invierno, cosas que ahora mismo sólo tienen sentido de hacerse en invierno y que fuera de él adquieren una dimensión extraña, casi desagradable. Me gustaría ir a Aranjuez a pasar el día, disfrutar de más paseos nocturnos por el centro de Madrid –que sólo en invierno está tranquilo- y, por encima de todo, no me imagino visitando París en otra estación que no sea el invierno. Con ser la primavera una época aparentemente sugestiva para todas estas actividades, con toda el renacer de la vida, con toda la luz nueva consecuencia de los días más largos, con toda esa parafernalia oficial de la primavera que sólo parece entender de alegría espontánea, a mí todo eso me echa para atrás. No quiero más parques y jardines que los invernales, más árboles que los que no tienen hojas y son sólo esqueleto, más ropa que un buen abrigo y una bufanda de lana y más bebida que un té caliente disfrutado en la calidez de un café de medianoche.
Es posible que esto no sólo se deba a un prurito estético y sentimental, sino también a la inaudita benignidad de este invierno sin lluvias, sin nieves, sin vientos y casi sin frío, por lo que de ser así estaría incurriendo en una evidente contradicción conmigo mismo: deseo que se alargue un invierno que no parece tal, que más parece una primavera temprana y tímida. Yo creo, sin embargo, que esto no es así. Añoro algo más de frío, algo más de lluvia, ese poco de nieve y una pizca de viento que barra las hojas muertas del suelo. Y a falta de todo eso, me contento con este sucedáneo de invierno que estamos teniendo, y que siempre será mejor que estar a veinticinco grados por la noche sin parar de sudar.
Lo que sí está teniendo este mes de enero –porque en ello no influye otro factor más que la oblicuidad de los rayos solares sobre la Tierra, y eso es igual todos los eneros- es ese color de cielo al anochecer y esa luz característica de la primera hora de la tarde que llega a nosotros ya cansada, con un punto de desmayo, y que lo tiñe todo de un tono algo así como púrpura-anaranjado que se mezcla con esa fina gasa difícil de percibir y que no se sabe muy bien de dónde proviene: del agua fría de los ríos, de las nubes del cielo, de la efusión de nuestros sueños. Así es más fácil hacerse la ilusión de que estamos en invierno en este invierno tan poco invernal, tan inusualmente cálido, pero que mantiene algunos de sus imponderables encantos.
Creo que el invierno es injustamente tratado y que se sobrevalora el verano, quizá por un descontento de fondo, con un hastío de nuestra propia vida, de nuestra rutina, que se suele desarrollar en los meses fríos. Frente a los amores de verano, con esa pauta más o menos conocida de brevedad, atropellada nostalgia y falsas catástrofes del alma, uno va prefiriendo cada vez más los amores de invierno, menos pasionales quizá, pero más auténticos y serenos, mejor conservados y hasta parece que más sinceros. Uno tiene la sensación de que le pueden engañar menos en invierno y que tiene menos tentación de mentir en enero que en agosto. No sé por qué ocurre esto, pero es así. El verano siempre tiene algo de pérfido, de engañador, de falso. En invierno es más difícil ser desleal y, en el amor y en todas las cosas, nos vuelve más sensatos, más equilibrados, menos propensos al engaño y la simulación.
Se va escapando el invierno, y sólo llevamos un mes. De nada me vale decirme que quedan dos meses, dos terceras partes por delante para deleitarme en todos sus detalles. En esto ocurre exactamente lo mismo que en verano, que cuando llega el primero de agosto todo adquiere un irremediable tono de final, de muerte de ilusiones, de melancolías sobre algo que ni siquiera ha tenido tiempo de empezar. ¿Nostalgia del futuro? ¿Ilusión por el pasado? ¿Prolegómenos de lo que ya pasó? ¿Resaca de lo que está por ocurrir?

martes, 17 de enero de 2012

PROFESOR DE ENERGÍA



Dijo Larra que el aniversario es un error de fechas, pero uno más modestamente cree que es el pretexto perfecto para recordar y hablar de ciertas cosas cuando ese recuerdo y esa conversación no acuden a nosotros de forma natural.
Y es así como, casi de forma mágica y como si mi cerebro hubiera guardado durante años a modo de alarma esta efeméride, me he acordado de que hoy, día de San Antón, se cumplen diez años de la muerte de Camilo José Cela, acaecida la fría mañana del 17 de enero de 2002, a los ochenta y cinco años. Y es esta una ocasión propicia y única –sólo una vez se cumple el décimo aniversario de algo- para siquiera dar en este blog una cuantas notas desordenadas y desvaídas sobre la figura de uno de los grandes prosistas españoles del siglo XX.
Debo decir que la muerte de Cela ha sido la única muerte de un escritor que me ha impresionado. Las muertes de Larra y Balzac también, y aún más -leídas a posteriori lógicamente-, pero la de Cela tuvo el calor del directo, tuvo el calor de la noticia. Cela era una celebridad, y a mis diecinueve años recién cumplidos, a pesar de no haberle leído prácticamente nada, lo sabía y le admiraba secretamente, mucho por la poderosa imagen pública que daba, próxima a ese tremendismo atribuido a su obra y que él tanto se preocupó de desmentir, con razón más que sobrada.
Aquel año cursaba yo segundo de Bachillerato. En clase de Lengua y Literatura Cela era un tema recurrente en las pequeñas tertulias que, de cuando en cuando y sin saber muy bien cómo, prendían en medio de los bostezos y los análisis sintácticos. Más o menos todo el mundo tenía una idea de Cela, que por otra parte no tenía nada que ver con su obra y que se refería más a sus sonadas apariciones televisivas, a sus cabreos en público y a sus regañinas a los periodistas que se le acercaban a preguntarle. Cela era una estrella, cosa extraña si es de un escritor de lo que hablamos. Y entre palanganas, grillos y señoras tiradas a la piscina de su mansión alcarreña, era difícil que nadie fuera consciente de la importancia de la obra de ese señor malcarado, con vientre blanco de ballena, además casado sospechosamente –para goce de la prensa del corazón y la telebasura- con una mujer mucho más joven que él.
Para los que hemos leído y releído a Cela casi hasta la extenuación, molesta un poco el que el gran público lo identifique con esa imagen un poco grotesca y circense, que por otro lado él se buscó con admirable aplicación a lo largo de décadas. Igual que Umbral es asociado al momento con aquello de “he venido a hablar de mi libro” o a Fernán Gómez con lo de “váyase usted a la mierda. ¡A la mierda!” repetidos hasta la náusea en televisión, de Cela es difícil separar, de un primer golpe de vista, su cara mediática y terrible. Ellos tres, Paco, Fernando y Camilo, son los tres grandes cabreados de la cultura española, y a ninguno de los tres, como es de ley que ocurra en un país donde se lee poco, se les reconoce lo más mínimo por su trabajo, por lo que nos legaron. Ocurre con ellos un poco lo que a esos personajes deleznables del famoseo, que se quejan amargamente por no ser reconocidos por “su trabajo”. La diferencia más que fundamental es que estos escritores jamás se quejaron públicamente de que no se viera en ellos lo que verdaderamente eran y, sobre todo, que ellos verdaderamente eran merecedores de que se les reconociese por su labor.
Los días anteriores a aquel 17 de enero habíamos tertuliado sobre Cela en la clase de Lengua y Literatura de segundo de Bachillerato, al hilo de la lectura obligatoria de La colmena. Recuerdo que mi profesora decía que le entusiasmaba el Pascual Duarte, pero abominaba de muchas de sus obras, supongo que las más experimentales y “extrañas”, como Oficio de tinieblas 5, Mazurca para dos muertos o Madera de boj, libros todos poco permeables al lector, digamos, más tradicional.
Cela murió muy de mañana, y yo me enteré por el telediario matinal. Aquel día yo tenía un examen de Geografía (ríos de España), y no había estudiado absolutamente nada, así que decidí quedarme en casa y alegar enfermedad por ver si el profesor me condecía otra fecha para el examen. Entre las clases sacrificadas aquel día había una de Literatura, y me dio una rabia tremenda no acudir, porque imaginaba que se estaría hablando sobre la noticia, sobre la figura del escritor, sobre mil cosas de las que a mí me habría encantado formar parte. Me figuraba que la profesora dedicaría la hora completa a conferenciar, en un tono lúgubre y melancólico, sobre el recién fallecido, que a quien más quien menos llamaba la atención y para el que todos tenían una opinión. Cela, sin duda, no dejaba ni deja indiferente a nadie.
Los telediarios guardaron largos minutos de su caro tiempo a la noticia. Si de escritores hablamos, sólo la muerte de Delibes hace dos años ha tenido alcance similar en cuanto a lo mediático. Por la tarde llamé a un compañero de clase para que me contara cómo había ido el día y me enterara de los deberes para el día siguiente. “¿Te has enterado?”, le pregunté. “Sí, tío, qué fuerte”. Y hablamos un rato sobre Cela. Que dos post adolescentes dedicaran unos minutos de su corta conversación a la figura de un escritor da idea del alcance de su figura, que trascendía el estrecho cauce de lo cultural para extenderse por la amplia llanada de lo popular. Cela, aunque no reconocido, sí era conocido. Y lo sigue siendo, diez años después de su muerte. Cela es un clásico.
Umbral, en su libro Cela: un cadáver exquisito, le considera su “profesor de energía”. En efecto, nadie como él supo coger el volante de la cultura durante el franquismo y hacerse un nombre gigantesco entre tantos exiliados y escritores oficiales del régimen. La publicación de La familia de Pascual Duarte, en diciembre de 1942, le sirvió de reconocimiento casi instantáneo como gran novelista, condición que refrendó espléndidamente con la inolvidable La colmena y, en menor medida –aunque son excelentes novelas- con Pabellón de reposo y Nuevas andanzas y desventuras del Lazarillo de Tormes. Pero Cela no se quedó en novelista, sino que cultivó todos los géneros –poesía, artículo, ensayo, memorias-, inventó otro –el apunte carpetovetónico- e hizo de uno de ellos –el libro de viajes- su gran caballo de batalla literario. Porque es en esos bellísimos retratos de la España que conoció recorriéndola a pie donde está la mejor prosa de Cela, la más transversal, la más cruda y a la vez la más tierna, la más clásica y al mismo tiempo la más moderna, la más jugosa sin dejar por ello de ser ligera y siempre gratísima de leer.
Uno, que se ha recorrido varias veces la Alcarria siguiendo los pasos de su obra maestra Viaje a la Alcarria, da testimonio de que Cela sigue presente en aquellas anchas tierras, de las más hermosas de la hermosa Castilla y a donde “a la gente no le da la gana ir”, como escribió en su dedicatoria a Gregorio Marañón de ese mismo libro. A lo largo del camino son abundantes las placas de cerámica entrecomillando algunos fragmentos del libro y en Guadalajara, Brihuega y Cuéllar hay una calle con su nombre. Sin embargo, no es solamente en esta oficialidad –siempre un poco mezquina- donde se aprecia todavía el sedimento de Cela, sino en el hostelero, el tendero o el kiosquero, que cuando les cuentas que estás siguiendo su ruta, asienten con la cabeza y entornan los ojos, como diciendo: “me lo dicen todos los días”.
Sí, Cela sigue vivo, y la editorial Espasa-Calpe está reditando en la colección Austral, con loable criterio, algunas de sus obras menos conocidas, tales como El gallego y su cuadrilla –colección de apuntes carpetovetónicos-, Judíos, moros y cristianos y Viaje al Pirineo de Lérida –dos obras maestras del libro de viajes, o del libro de “andar y ver”, como los definió Ortega- y La rosa, primer volumen de sus memorias, libro leve y bellísimo, de una ternura que parece difícil encajar en un personaje tan volcánico. El segundo tranco de sus memorias lo conforma su Memorias, entendimientos y voluntades, que abarcan solamente hasta la publicación del Pascual Duarte, es decir, hasta los veintiséis años de nuestro protagonista.
Libro menos tierno pero igualmente interesante, dedicado casi por entero a la guerra -que Cela vivió muy por la tangente-, nos deja con las ganas de que su autor no escribiera al menos otro más en el que nos relatara sus recuerdos de su viaje a la Alcarria, la espinosa publicación de La colmena por mor de la censura o, más generalmente, su subida hasta el más alto escalafón de la literatura española. Cela se dejó sin escribir cincuenta y cuatro años de su vida, aunque hay que decir que algo de esa vida asoma en sus libros, ya sean de viajes y apuntes carpetovetónicos o novelas.
Mas no es la vida de Cela lo más importante. Tampoco el premio Nobel, concedido en 1989, ni su ceño fruncido, ni sus palanganas ni sus choferesas ni su voz estentórea e intimidante. Con ser todo eso Cela, nos interesa más el ávido lector que, según nos cuenta en La rosa, durante su forzosa convalecencia a causa de la tuberculosis lee los setenta tomos de la biblioteca de clásicos españoles de Rivadeneyra y la obra completa de Ortega y Gasset. Conocida su herramienta, el escritor está en condiciones de emprender su obra, que como no podía ser menos está toda ella cuajada por una prosa que suena a castellano del Siglo de Oro. Cela llegará a ser un escritor clásico que ha leído a los clásicos. Durante aquellos años de formación apenas lee a escritores contemporáneos –sólo a Ortega- y entre sus influencias más poderosas están Baroja, Dostoievski, Dickens, Valle-Inclán, Balzac y Stendhal.
De todo ese caudal de la más alta literatura de siempre Cela supo crearse una prosa propia en la que disuelven todas estas influencias para lograr un sabroso y alimenticio preparado, que no es otro que el de su obra, a veces olvidada tras su cara más festiva y obscena. Diez años después de su muerte, parece obligado colocar a Cela en el escalafón de los escritores clásicos españoles y a algunos de sus libros como obras pilares de la literatura española de todos los tiempos.
“La vida se inventó para vivir y para dejar vivir, para caminar, para amar a las mujeres que cruzan por el camino, para comer el pan honesto y el jamón curado, para beber el agua de la fuente y el vino de los lagares, para ver mundo y hablar de las cosechas y las navegaciones, para bañarse en el restaño del río que cae del monte y secarse después al sol, sobre la yerba”. Sirvan estas líneas sacadas de su Viaje al Pirineo de Lérida como aprendizaje de un modo de vida extinto y de recuerdo de una sensibilidad de otro tiempo, de otra España, y que no por sencilla parece peor.
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sábado, 14 de enero de 2012

SABER SENTIR

Ayer me tropecé en la televisión con un interesante reportaje que repasaba la vida de cuatro grandes físicos, seguramente los cuatro grandes físicos de la historia: Galileo, Newton, Einstein y Hawking. Cada uno tenía una biografía distina, en parte de acuerdo con la época en que les tocó vivir, y desde luego cada uno tenía su temperamento: Galileo era un tipo rebelde y malcarado que despreciaba al resto de la comunidad científica, Newton, un hombre huraño y retraído que se cree que murió virgen y que no tuvo jamás contacto alguno con los demás ni se le conocen amigos íntimos, Einstein, según propia confesión, era un “completo desastre en el ámbito emocional” y Hawking pasó su años de universidad y postgrado entre francachelas y campeonatos de remo. No fue hasta que le detectaron el ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica) cuando, atosigado por la falta de tiempo que le quedaba por delante, se puso a trabajar en serio. Y, para su sorpresa, descubrió que le gustaba.
Cada uno, en efecto, era un ser distinto, con sus apetitos, gustos y demás perfiles humanos. Ahora bien, había en común en todos ellos -aparte de sus respectivas intuiciones geniales- una característica: todos consagraron su vida al estudio de la ciencia y, más concretamente, de la Física. De Newton, quizá el ejemplo paradigmático de todos los tiempos de obsesión por el trabajo, se sabe que pasaba en su dormitorio estudiando dieciocho o veinte horas al día, que se olvidaba de comer y que el único ejercicio que hacía era pasear de un lado a otro de la habitación, reflexionando sobre aquel bendito problema matemático por el que llevaba desvelado dos años. Galileo, Einstein y Hawking, en cuanto supieron enfocar sus esfuerzos y talento a una rama específica del conocimiento, se subieron al mismo tren del trabajo y la obsesión.
Este hecho asombroso de que alguien pueda sacrificar su vida al estudio y cultivo de cualquier materia responde a una característica humana que diferencia a los grandes hombres del resto: saber sentir. Estos cuatro gigantes de la ciencia sabían sentir con inusitada fuerza lo que estudiaban. Esto de saber sentir no es tan normal ni natural como parece. Saber sentir es una capacidad reservada a muy pocas personas, y desde luego todos los grandes hombres de la historia supieron sentir con indesmayable constancia, incluso los que no sentían sabían sentir muy bien que no sentían.
Hay en otras materias ejemplos portentosos de trabajadores infatigables que no sólo se hicieron grandes a sí mismos y dejaron su nombre para la posteridad, sino que engrandecieron con su dedicación, no siempre consciente, la rama a la que se aplicaron. Uno de ellos, hablando de literatura como parece obligado hacerlo aquí, fue Balzac, que a fuerza de escribir dieciséis horas al día se olvidó de llevar una vida al margen de sus fantasías que pudiera llamarse de verdad “vida”, con todas las circunstancias exteriores aparejadas que conlleva esa palabra. Y hace poco, leía uno en la Automoribundia de Ramón Gómez de la Serna que el escritor madrileño escribía por la noche durante ocho o nueve horas seguidas, y que se acostaba al alba para despertarse a las tres de la tarde, hubiera dormido poco o menos. Son ejemplos que al común de los mortales le admiran e incluso le hacen sentir una secreta angustia y congoja. Es como si al escuchar estos casos uno se sintiera obligado a dejar tirados en un rincón todos los bártulos de su existencia y consagrarse a la grandeza de algo, sin caer en la cuenta, al menos en un primer momento, que consagrar la vida a la vida también tiene mucho, quizá todo, de grandeza.
En la costumbre misma de escribir artículos también funciona aquello de “saber sentir”. Si uno sabe sentir mucho y tiene voluntad de escribir, acabará escribiendo mucho. Ahora, si uno tiene un cauce de sentimiento estrecho, el torrente se le irá secando y acabará por no escribir. No creo que nadie escriba con gusto sobre cosas que no siente, se trate de la vida de un escritor, el invierno ampurdanés o un tratado de física cuántica. Y desde luego no parece posible trabajar en serio y sin desmayo en algo que no sólo no se sienta, sino que directamente repugne.
Saber sentir, qué difícil y qué necesario para el progreso material y moral de la Humanidad. ¿No se deberá la crisis extenuante de valores –y que lleva a la descomposición estética y moral que todos observamos- consecuencia de que la gente ya no sabe sentir? ¿Dónde quedaron, en medio de tanta fascinación tecnológica y material, los seres humanos que sabían sentir las más pequeñas cosas y que desde luego no tenían que ver con lo tecnológico y lo material? ¿O es que el signo de la erudición del sentimiento ha cambiado y simplemete ahora se saben sentir otros asuntos, tales como la economía, los mercados y el márketing? ¿Por qué da la sensación de que lo que se sabe sentir ahora no se sabe sentir tanto como se sabían sentir otras cosas –desde luego parece que mucho más “sentibles”- en el pasado?
Tampoco querría uno hacer apología de los tiempos pasados, que sin duda por pasados nos parecen mejores, pero sí querría hacer constar que, posiblemente, el sentimiento universal, la capacidad de sentir general, se esté atrofiando, y ello tiene difícil remedio.