martes, 3 de mayo de 2011

DOMINGO EN ARCADIA

No corren buenos tiempos para casi nadie y quien más quien menos se queja por algo. Algunos, incluso, se quejan por todo, pues sabemos que el quejarse es deporte nacional español, seguramente más que la envidia, aunque pensándolo un poco es muy probable que ambos vicios, la queja y la envidia, provengan del mismo tronco. Uno no entiende muy bien la insistencia en esta actitud que, por lo que se ve, debe de procurar muy buenos momentos a aquellos que la practican.

No se entiende, digo, y más habiendo lugares como el Retiro. Hacía mucho tiempo, años, lustros, década y media quizá, que uno no se paseaba por este pulmón de Madrid en una tarde de domingo, que es, sin disputa, el día del Retiro. Lo que encontré me llenó los ojos, la nariz, los pulmones, el alma. Todo el que haya ido al Retiro alguna vez en una tarde festiva de buen tiempo sabe a lo que me refiero. Es un lugar para recrearse con la vida, que allí, aunque un poco falsa con esa falsedad de la felicidad del domingo, hierve a borbotones; es un lugar para sonreír a los niños pequeños y juguetones que nos cruzamos, para mirar sin recato a la moza garrida que nos ignora y para extasiarse en la envidia que sentimos al ver de cerca los arrumacos de esa pareja perfecta que, no sabemos por qué, sólo vemos en el Retiro.

Aquí no hay ni crisis ni gaitas. Es la Arcadia de Madrid. Pasear es gratis -es, más exactamente, de las pocas cosas gratuitas que existen- y el Retiro no se ha visto afectado por la brutal bajada de clientes que sí han experimentado los cines, bares y restaurantes. No hay crisis ni cataclismo que pueda contra la verdura civilizada y feliz de este parque público, uno de los mejores del mundo. En el Retiro hay muchas familias, top-manta, patinadores, deportistas, músicos callejeros, puestos de golosinas -con sus clásicas y castizas garrapiñadas flotando entre la densidad de las chocolatinas y el algodón de azúcar-, alguna terraza de un aguaducho, grandes avenidas de transeúntes, árboles de todos los tipos y, sobre todo, mucha belleza.

En el Retiro hay paisajes para todos los gustos y estados del alma. Hay zonas sombrías, selváticas, donde esconderse de las miradas ajenas; hay plazoletas despejadas, con su monumento en el centro, donde sentirse el personaje de una novela decimonónica; hay bulevares de cariz parisino y romántico, colmados por sonrisas y una pizca de reencontrada alegría; hay, incluso, algún rincón prosaico, sin interés, que, por contraposición, dota de verdadero significado a todo lo demás.

Lo mejor es la zona del estanque, con el monumento a Alfonso XII sirviéndole de fondo. Al atardecer, la lámina de agua de vuelve de oro líquido, y las barcas flotan despreocupadas e indolentes, como nenúfares errantes, por lo que parece el Mundo de las Ideas de Platón en versión acuática. Desde la barandilla, nosotros asistimos al espectáculo tranquilo, lírico y sobrecogedor de las barcas, queriendo ser uno de esos galanes perfectos que reman de un lado a otro del estanque mientras la chica descansa. De vez en cuando él deja de remar, se incorpora con cuidado de que la barca no se tambalee más de lo aconsejable y ofrece sus labios para que su enamorada, arrellanada y desfallecida en la proa, los bese. Nosotros, los codos apoyados en la barandilla, la lágrima pugnando por salir, hundiéndonos como el sol que se esconde por detrás del edificio del Ayuntamiento, escuchamos, leemos en los lejanos labios:

-I´m so happy…

Es demasiado bonito, demasiado duro, y decidimos irnos. Ya casi ha anochecido. Llevados por un rapto sentimental, cogemos una amapola que, en estos días, crecen en los parques, descampados y cunetas, y la llevamos de la mano, creyéndola alguien, algo; creyéndonos nosotros alguien, algo. La gente nos mira. Pero que el desasosiego no nos frene, que no nos impida disfrutar de la Arcadia rosada y efervescente del Retiro, donde ni hay crisis, ni existe la tristeza, ni la muerte, ni el olvido.

Imagen de cabecera: "Romanticismo en el Retiro". Óleo sobre tabla (41x31 cm). Del blog Entre paletas y pinceles, por Delia: deliamartin.blogspot.com.

lunes, 2 de mayo de 2011

NO SE PUEDE MIRAR

"Vistióse tan precipitadamente, que la vi medio desnuda. Pero ni ella, con el gran azoramiento de la prisa, cayó en la cuenta de que estaba mostrando su lindo cuerpo, ni yo me cuidaba más que de ayudarla a vestir, poniéndole enaguas, medias, zapatos, ligas. Al fin salimos de la casa y huimos a toda prisa de la calle de la Sal, por temor a encontrar al licenciado Lobo o a mi amo. Hasta que nos vimos en la Puerta del Sol, no tomamos aliento, y sintiéndome yo sin fuerzas, nos sentamos en un escalón junto a la Mariblanca. Profundo silencio reinaba en la plaza: Madrid dormía sosegado y tranquilo. Paseé mi vista en derredor, y no vi más que dos perros que se disputaban un hueso. El chorro de la fuente alegraba nuestras almas con su parlero rumor.

—Ya estás libre, condesilla —dije, reclinándome sobre el pecho de Inés—. Bendito sea Dios que nos ha sacado de allí. No te olvidaré nunca, horrenda noche de amargura; no te olvidaré nunca, risueña mañana de este día feliz. Estamos en lunes, día 2 del mes de mayo.

Un rato permanecí en aquella postura, porque estaba rendido de cansancio. El día se acercaba; se sentían los lejanos y vagos rumores, desperezos de la indolente ciudad que despierta. Por Oriente, hacia el fin de la calle de Alcalá, se veía el resplandor de la aurora, y cuando nos retirábamos, Inés y yo nos detuvimos un instante a contemplar el cielo, que por aquella parte se teñía de un vivo color de sangre".

(Benito Pérez Galdós. Episodios Nacionales. El 19 de marzo y el 2 de mayo. Ediciones Urbión. Editorial Hernando. 1976. Página 268)

Imagen de cabecera: Goya. No se puede mirar. Serie de grabados Los desastres de la guerra.

jueves, 28 de abril de 2011

CICLOS

No suele uno dar información sobre su estado íntimo o sobre las cosas que le pasan. No quiere uno, en último término, focalizar este blog en el yo ("ese odioso yo", que dijo Trapiello). Es actitud que tomó hace algún tiempo y que está decidido llevar hasta sus últimas consecuencias. No sabe uno si es una decisión acertada o no, pero el que las decisiones sean acertadas suele saberse pasado el tiempo y nunca en el momento de tomarlas. Lo importante, tanto a la hora de escribir como a la de vivir, es apechugar con la decisión, sea o no correcta -que eso no se sabe-, desplegar velas y navegar adonde los vientos y la voluntad quieran llevarnos.

Sin embargo, sí quería uno dejar constancia de algo: últimamente se siente, se ve feo. Qué duda cabe que en esto de la percepción propia hay mecanismos extraños y desconocidos que dependen exclusivamente de uno mismo, y que pueden tener causas fundamentadas, tangibles, visibles, o ser simplemente consecuencia de un pequeño colapso íntimo, que nos lleva a ver tirando al negro todo lo que nos rodea y, sobre todo, a nosotros mismos. No deja de albergar un poso de fatalismo esa autoimagen negativa y, por poco vanidoso que se sea, el verse feo si uno tiene la secreta esperanza de no serlo del todo, le fastidia bastante. Pero, en el ámbito de la belleza, como en todo, no hay más cera de la que arde, y toca resignarse, que, bien mirado, es actitud que conforta y sosiega mucho.

Puede ser por cualquier cosa pequeña, además. Puede ser un champú que no beneficia a nuestro cuero cabelludo, o una barba más larga y rebelde de la cuenta -que, y ahí está el misterio, otras veces creemos que nos beneficia mucho-, o una pequeña y casi imperceptible arruga que se nos forma en la frente, o un exceso en la alimentación -que donde más se nota es en la cara-, o varios días de holganza. Porque tiene uno observado que las preocupaciones, el dormir poco, la vida ajetreada, lejos de menguar la belleza de una persona, la realzan por una especie de éter vital que se desparrama por todo su ser, interior y exterior. Uno siempre prefirió una belleza cansada, unas ojeras saludables, al esplendor ocioso, de plástico, del que no hace nada.

Y, por supuesto, puede que uno se vea feo por todos o algunos de esos detalles juntos o por nada en especial. Hay veces en que uno se ve feo, digamos, porque sí.

Esta racha negativa en cuanto a la opinión de la imagen propia le ha hecho a uno pensar sobre eso que los periodistas deportivos llaman ciclos, refiriéndose, mayormente, a la alternancia en el tiempo de éxitos del Real Madrid y el Barcelona. Hay una creencia generalizada en la linealidad que es muy difícil de desarraigar de nuestra mente, cuando la realidad es que la linealidad es cosa de ciencia ficción, que jamás ocurrió en la historia de la Humanidad. Ni la misma Historia se ha desarrollado linealmente, ni el progreso material e intelectual, ni siquiera la evolución biológica de la especie. Muy al contrario, y contra lo que suele creerse, el Homo Sapiens evolucionó en pequeños escalones en el tiempo, seguidos de etapas de estancamiento. Lo mismo ha ocurrido con la economía, las ideas, la demografía y, en último término, con todo lo que tiene que ver con lo humano.

Esta gráfica con forma de escalera se aprecia también en nuestras vidas, pero hay como una tendencia a ignorar sus detalles para verla de forma borrosa, sin detenernos en esos escalones y remansos que, al fin y al cabo, son los que van haciendo el progreso -o involución- de cada cual. Y esta visión desenfocada sirve tanto para lo pasado como para lo futuro. Sólo interesa el hecho de haber pasado del estado A al estado B en X tiempo, sin caer en la cuenta de que en ese trayecto temporal hubo trancos de crecimiento exponencial y otros de tasa igual a cero o negativa. Tampoco nos detenemos a pensar, sobre todo cuando nos va bien, que la dicha no durará eternamente y que habrá etapas en las que tocará luchar a brazo partido. Y es en las etapas, en los ciclos, más que en el discurso grosso modo, donde quizá deberíamos poner toda nuestra atención.

En fin, uno se ve feo, es verdad, pero piensa que dentro de un tiempo, si no guapo, sí podrá al menos mirarse al espejo sin apartar la mirada. En esto, sin embargo, tampoco hay certeza absoluta. Bien podría ser que este ciclo recientemente inaugurado dure toda la vida. Porque los ciclos, y esa es la base de la angustia que nos provocan, son impredecibles en cuanto a su duración. Sobre todo los ciclos malos, por supuesto, porque, como dijo Larra, “lo malo es lo cierto”, y así como cuesta mucho más construir que destruir, en realidad no cuesta ningún esfuerzo vivir desagradablemente y sí mucho hacerlo de acuerdo a nuestras pretensiones.

miércoles, 27 de abril de 2011

VANIDAD DE POBRE

Vivimos en un mundo de clichés, frases hechas, tópicos, ideas predeterminadas sobre todo y ausencia de ideas propias, verdaderas, sobre nada. Esto es tan así que podríamos incluso pensar que no puede ser de otra manera, y aunque sabemos que los lugares comunes han existido siempre, quizá nunca habían estado tan cómodamente arrellanados en tu cerril butaca como lo están ahora. Tampoco deberíamos escandalizarnos por ello más de la cuenta pues, al fin y al cabo, el ser humano tiene que ordenar, clasificar, de alguna forma todo lo que le rodea. El cerebro, por mera gravedad, tiende a clasificar, a conformar grupos, cuanto más amplios mejor para su comodidad. De ahí viene lo que denominamos “tipos”, que tan útiles les son a los novelistas de cualquier época y jaez. Dijo Ortega y Gasset que pensar requiere de una u otra forma exagerar, y que todo aquel quiera renunciar a exagerar, que renuncie también a pensar. En efecto, creemos que codificar el vastísimo mundo sensorial e intelectual que tenemos alrededor exige de una simplificación. Sin esa simplificación, es difícil poner en marcha la complicada máquina del intelecto.

Pero lo contrario, la excesiva simplificación, que de tan excesiva se vuelve estúpida, es sin lugar a dudas peligrosa y estéticamente malsana. Bien es cierto que es difícil hablar sin caer en generalidades y generalizaciones. Y lo es por el mero hecho de que nuestras arquitecturas mentales, por educación y por practicidad, están hechas con la forma y materiales del lugar común. Es difícil salir de ese reducto, por mucho que lo intentemos. Pero conviene hacer el esfuerzo, con el fin de evitar fanatismos, que todos sabemos a lo que llevan. Además, es difícil aceptar así como así que en la esfera del hombre, animal complejísimo y de numerosísimos subterfugios y dimensiones, lo simple y fácil sea la norma.

Detengámonos un momento en la esfera del dinero y la vanidad. Es más o menos comúnmente aceptado por la mayoría que la acumulación exorbitante de dinero, a veces grotesca, por una persona lleva a la destrucción abrupta o paulatina de los valores morales y éticos de la persona en cuestión. Sin entrar en detalles, se cree que el rico, por el hecho de ser rico, es malo, y, por fácil contraposición, que el pobre, por el hecho de ser pobre, es bueno o, cuanto menos, está legitimado para hacer cuantas barbaridades quiera sin recibir un severo castigo de la opinión pública. La falta de dinero es excusa importante y muchas veces suficiente para las más aberrantes acciones, y no digamos ya para ciertas actitudes que, parapetadas en esa cómoda posición, no encuentran trabas para manifestarse.

En otras palabras, y por poner un ejemplo, la falta de educación y la grosería están más o menos justificadas en el pobre por el mero hecho de ser pobre. Al rico, en cambio, esas mismas características deleznables no se le perdonan, pero no porque se censure la falta de educación y la grosería, sino porque lo que no se perdona es simple y llanamente que se tenga dinero. De igual modo, al rico la vanidad no se le admite. La ostentación es un pecado que la sociedad no perdonará. Pero, ¿qué pasa con la vanidad del pobre, con esa actitud patética del que, en efecto, es pobre, pero quiere aparentar lo contrario? ¿O con el mismo hecho -que existe- de engallarse por ser pobre? La pobreza y la riqueza son estados materiales que deben ser admitidos de por sí, sin otras connotaciones. Tan estúpido es envanecerse por ser rico como hacerlo por ser pobre. Se puede estar muy feliz con la posición de cada uno, pero esta auto aceptación, que tan buenos réditos reporta al estado interior, no tiene por qué incluir a la vanidad en su influencia gravitacional.

La vanidad, como la estupidez, la inteligencia o la humildad son atributos que están desparramados por el gran mundo de manera uniforme. No son patrimonio de ningún grupo en concreto, ya sea geográfico, social o político. Me parece a mí que tan censurable es la vanidad del pobre como la del rico, sea por las causas que fueren. Lo más grave, empero, es envanecerse por algo que no se es o no se tiene, o por características, digamos, negativas -sin que quiera en ningún caso depauperar a la pobreza; lo digo solamente con relación a la riqueza, por situarnos en un diagrama fácil de comprender. Al fin y al cabo, envanecerse por ser rico o por tener una novia guapa, con ser lamentable, lleva inserta una migaja de legitimidad. Ahora bien, envanecerse por ser pobre o por tener de compañera sentimental a un espantajo, raya con la estupidez. Porque, en este caso, el que se envanece por esas condiciones no hace otra cosa que reforzar, dar importancia, a esas otras características contrarias de las que supuestamente abomina.

martes, 26 de abril de 2011

LA TIMIDEZ

Hace poco, en uno de mis zascandileos por las librerías del centro de Madrid, me tropecé con un libro que prometía ser interesante. No sólo por su título -Amiel. Un estudio sobre la timidez-, sino sobre todo por el autor que lo escribió, Gregorio Marañón. Tenía uno muy vaga constancia de la importancia de este hombre, figura central de la cultura española del siglo XX. Sabía uno, claro, que, además de tener una estación de Metro y un importante hospital con su nombre, fue un eminente doctor. Sabía también de su humanismo quizá sin parangón en el panorama español. Sabía de sus inquietudes artísticas y literarias, e incluso le constaba que escribía extraordinariamente bien. Sabía, por mención de César González Ruano, que tenía una finca el Toledo, El Cigarral, donde el egregio doctor escribió buena parte de sus libros. El Cigarral fue la verdadera atalaya desde donde Marañón edificó la grandeza de su persona a partir de su particularísima visión del mundo. Porque a Marañón, y esto nos parece su característica fundamental, le interesaba todo. Y ello, en un mundo como el actual en el que la especialización es tan salvaje, en el que el que sabe de Física cuántica ignora cualquier noción en Historia, por ejemplo, en que estamos más lejos que nunca del universal hombre del Renacimiento, nos llama poderosamente la atención y, sobre todo, nos llena de profunda admiración.

Bien, uno tenía estas escasas informaciones de Gregorio Marañón, pero lo que no había hecho era leer uno de sus libros. Y puede uno decir que la prosa de Marañón no es lo que esperaba, no; es más, sin duda mucho más. Hay, qué duda cabe, ciertas reminiscencias orteguianas. El estilo literario es majestuoso, claro y verdaderamente evocador. Y ello sin perder de vista el rigor científico. Porque el Amiel es la historia clínica del profesor de Berna, que, bien es sabido, llevó un diario durante toda su vida. Pero no es eso a lo que íbamos. En una parte del libro, Marañón habla de la timidez como de un verdadero “problema”. Esta afirmación tan rotunda me llamó mucho la atención. Uno tenía la idea infundada, sin base, arraigo ni reflexión, de que la timidez era simplemente una característica de cada cual, sin entrar en connotaciones negativas o positivas. Uno es tímido de igual modo que puede ser moreno o rubiasco, de nariz chata o respingona. A unos le podrá gustar más, a otros menos, pero, ¿supone ello algún tipo de tara emocional, un obstáculo que dificulte la realización personal, en todas sus vertientes, del tímido?

No está uno en condiciones de responder a esa pregunta, pero sí al menos de plasmar algunos pensamientos. Unas pocas reflexiones al respecto le hacen a uno llegar a la tímida conclusión de que la timidez, en el ser humano, puede llegar a ser un impedimento. El hombre, como ser social que es, como animal que creció en sociedad y llegó a dominar el mundo gracias a esa cooperación entre sus individuos, no puede considerar a la timidez como un valor. Podrá considerarlo, si acaso, como un defecto. Si, en los albores de la evolución, el número de tímidos hubiera sido algo más amplio de lo que fue, quizá nosotros no estaríamos aquí. No parece que el mundo lo hayan hecho los tímidos.

Al igual que la simpatía puede considerarse como una expresión de la inteligencia, la timidez, si no como falta de ella, sí es un badén que dificulta su pleno desarrollo y, sobre todo, el discurso natural, la participación de esa inteligencia con los demás. Hay tímidos que, en el contacto con otros seres humanos, parecen tontos. Están callados, sin participar para nada en la conversación, con las manos en los bolsillos, mirando de un lado para otro sin encontrar un lugar donde detener sus ojos temblorosos. Y no tienen por qué ser tontos, no. Simplemente, su timidez les hace parecerlo. Y, como sabemos, las cosas no son sólo lo que son, sino también -y a veces sobre todo- lo que parecen. La impotencia que subyace en el alma del tímido puede expresarse en las palabras siguientes, insertas en su pensamiento: “¿y cómo hago yo para demostrar a esta gente que no soy tonto?”. Porque el tímido sabe que sus congéneres le creen tonto. Mas, simplemente, no puede, no es capaz de encontrar la vía que le saque de su marasmo íntimo, que le ponga en la veda del contacto real y afectuoso con los demás. Podemos definir a la timidez como un fatal encuentro con uno mismo cuando se está con otros. La timidez, en el fondo y en la forma, no es más que una incapacidad.

Podemos hacer las cábalas que queramos acerca de si esa incapacidad es más o menos importante, pero incapacidad es. En esto, como en casi todo, hay grados, y hay tímidos a quienes su timidez les ha arruinado lo que podría haber sido una vida vivida en el siempre estrecho cauce de la felicidad y tímidos para los que su timidez se convierte en un acicate, primero, y, ya superada, en algo completamente sin importancia después. A Amiel, por ejemplo, su timidez, unida a su idealismo acerca de la mujer, le impidió tener una vida sexual mínimamente satisfactoria. Lo malo del tímido, a veces, es que, consciente de su timidez y de la imagen que los demás tienen de él, intenta superarlo mostrándose con una máscara enteramente contraria a lo que en realidad es. Esta expansión propia del tímido es, aunque un loable intento de socialización, quizá más patético que la timidez misma. Y ahí es donde el tímido se encalla definitivamente, porque los demás, sabedores de esa máscara burdamente impostada, se ratificarán en la opinión negativa que de él tenían y terminarán dándole la espalda.

Nadie querría ser tímido, qué duda cabe. Todos, quien más quien menos, queremos vernos reflejados en los ojos de otro para dar fe de nuestra propia existencia. El último hombre sobre la tierra, el postrero y verdadero solitario, ha dejado de existir en el mismo momento en que no hay nadie a su alrededor que sea testigo de su presencia. No hay nadie que le diga: “existes, estás”, por mucho que él mismo sea plenamente consciente de su tangibilidad. La timidez es un ansia escondida de desaparecer. ¿Será que al tímido le da miedo existir?

lunes, 25 de abril de 2011

APUNTES ESPACIALES

La imagen de cabecera de esta entrada es una fotografía del universo 400.000 años después del Big Bang, es decir, hace 13.699,6 millones de años. No es el instante primigenio, pero casi. A escala cosmológica, 400.000 años es una cantidad de tiempo prácticamente despreciable. Me gustaría recalcar que la imagen es una verdadera fotografía, es decir, no es una imagen sintetizada en laboratorio, sino que es luz (fotones) como la que captan nuestros ojos, como la que emite el Sol y permite que podamos ver la Luna, las calles de nuestra ciudad, un libro o a nosotros mismos. Únicamente los colores son falsos, e indican los lugares más calientes y densos de ese caldo a partir del cual se formó todo lo que conocemos, todo lo que nos rodea. La imagen se tomó a partir de la radiación de fondo que aún campea por todo el universo y que no es otra cosa que el eco de la Gran Explosión, un eco también llamado radiación fósil.

Últimamente he sustituido en buena medida mis lecturas literarias por otras meramente informativas y de entretenimiento: lecturas de divulgación científica. Lo que he ido aprendiendo, aunque sea de forma grosera y sin profundidad, me ha dejado tan pasmado y tan meditabundo que he decidido escribir un poco sobre ello aunque sólo sea para poner un poco en orden mis confusas ideas acerca de materia tan interesante. Al fin y al cabo, creo que merece la pena preguntarse un poco acerca de dónde viene todo lo que nos rodea y, en último término, a dónde va, es decir, cuál es el destino último del universo y, por extensión, de nosotros mismos. En el camino que lleva a intentar responder a tan fundamentales preguntas uno se entera de cosas que jamás habría imaginado, pues que las leyes físicas, o mejor dicho algunas leyes físicas, rompen en mil pedazos nuestra concepción de las cosas. Pero no es nuestra culpa, porque al fin y al cabo nuestro cerebro se mueve bajo unos parámetros a los que está acostumbrado, y salirse de ellos requiere de un importante esfuerzo de imaginación.

Repito que no está en mi ánimo profundizar ni menos excederme con erudiciones para las que no estoy en absoluto preparado, menos aún en este ámbito del saber. Ello sería una grave insensatez por mi parte y, sobre todo, una irrefutable muestra de estupidez. La única razón que me impulsa es poner un poco de orden en mi cabeza acerca de todo lo aprendido y compartir mi fascinación y estupor por las leyes de la naturaleza, las que rigen todo lo que nos rodea y las que nos rigen a nosotros mismos. Si todo está en todo, como parece y es de suponer, ¿podríamos llegar a entender nuestro propio comportamiento ayudándonos de lo que aprendamos del cosmos? ¿Y viceversa? Estas son las preguntas que me hecho alguna vez, de las que han salido algunas entradas (literarias) en este blog. Porque, no debe olvidarse nunca, el Hombre no es hijo de la Historia, sino de la Naturaleza.

De modo que en lo que sigue abandonaré el estilo literario para ceñirme a lo que sé y a la realidad de las cosas tal y como las he comprendido. Es decir, un simple ensayo. Será como los trabajos que nos mandaban en el colegio, sólo que prometo no hacer “corta y pega”, sino, simplemente, ir escribiendo lo que entendí como si se lo explicara a un amigo.

***

TODO SE ALEJA DE TODO

En la década de los veinte del siglo XX, Edwing Hubble descubrió una característica del universo que pondría patas arriba cualquier concepción anterior sobre el mismo: las galaxias no están estáticas en el cielo, sino que se mueven, y lo hacen alejándose unas de otras, más rápido cuanto más alejadas están. Es decir, la galaxia más lejana de nosotros se aleja mucho más rápidamente que otras más cercanas. Además, no se alejan de forma desordenada y arbitraria, sino muy ordenadamente: si uniéramos tres de esas galaxias con tres líneas, formando un triángulo, veríamos como el triángulo crecería, sin variar en absoluto su forma.

Por tanto, el universo no es estático, como parece a simple vista, sino que cada vez se hace más grande, más oscuro y más frío. El universo se está expandiendo. Ahora bien, si todo se aleja de todo, entonces hubo un momento en el pasado en que todo estaba con todo, en que toda la materia estaba concentrada en un único punto. Así fue como se llegó a la teoría del Big Bang, que es la que acepta la mayoría de científicos. Hoy se sabe que el universo tiene una edad de 13.700 millones de años.

Hay una imagen que captó el telescopio espacial Hubble llamada Campo ultraprofundo (ver la entrada de este blog A hombros de gigantes) en la que se observa un conjunto un tanto caótico y apretujado de galaxias. El ojo humano no ha conseguido llegar más allá en su visión del cosmos. En realidad, tampoco puede esperar ver mucho más allá, puesto que esas galaxias se hallan casi en el límite del horizonte espacial, en el límite del universo observable. Más allá no hay nada, y si lo hay, no podemos verlo.

¿Por qué no podemos verlo? Las galaxias de la imagen (situadas a unos 13.000 millones de años luz de distancia) se están alejando de nosotros a una tasa casi igual a la de la velocidad de la luz. ¿Es posible que una galaxia se aleje de nosotros a una tasa superior a la de la velocidad de la luz si, como dice la teoría de la relatividad de Einstein, la velocidad de la luz es la máxima permitida en el universo? Sí es posible, y en tal caso, los fotones (partículas que forman las ondas de luz) nunca podrán alcanzarnos.

Esta es la razón por la que se habla del “universo observable”. Si detrás de ese horizonte cósmico hay algo más, es algo que se puede suponer pero que no se puede ver. La velocidad de la luz es la mayor velocidad que se puede alcanzar, un límite imposible de rebasar. Eso es así, y no tiene vuelta de hoja. Entonces, ¿cómo es posible que una galaxia se aleje de nosotros a una tasa mayor que la de la velocidad de la luz? ¿No viola eso la teoría de la relatividad de Einstein? No, en absoluto. Cuando dos galaxias se alejan una de otra, no son ellas las que se mueven, sino que es el espacio entre ambas el que se amplía. No se trata de un movimiento como lo concebimos ordinariamente: ir de un punto A a un punto B en X tiempo. Las galaxias no se mueven en el espacio, sino con el espacio. Y esa tasa de alejamiento puede ser mucho mayor que la velocidad de la luz, sin violar por ello las leyes que predijo Einstein con su famosa teoría.

FINITO, ILIMITADO

Del descubrimiento de Hubble puede inferirse que, si todo estuvo en todo, si todo estuvo en un único punto primordial, el universo es ciertamente finito, y no infinito como se admitía anteriormente de forma general. Ahora bien, que el universo sea finito no quiere decir que tenga límites. Un avión con combustible ilimitado que sobrevolara la esfera terrestre podría hacerlo eternamente, y nunca encontraría los confines de la Tierra. Y no los encontraría porque, al ser la Tierra una esfera, tales confines no existen. En cambio, es evidente que la Tierra no es infinita.

¿Sucede lo mismo en el universo? ¿Es el universo una esfera gigantesca finita pero ilimitada? En tal caso, podríamos, con una imaginaria nave espacial que fuera mucho más rápido que la luz, dar vueltas y vueltas entre las galaxias sin encontrar nunca sus confines. Las galaxias que viésemos se repetirían cada cierto tiempo, simplemente porque serían las mismas. Daríamos vueltas y pasaríamos una y otra vez por los mismos lugares, pero podríamos hacerlo indefinidamente. El universo es, por tanto, ilimitado, aunque no sea infinito.

Ahora bien, ello implicaría que el universo no es plano, sino que tiene una curvatura intrínseca. Al menos la teoría de la relatividad de Einstein no niega tal posibilidad, no hay nada que impida decir que el universo, en efecto, es curvo en tres dimensiones. Sin embargo, el estudio de la imagen de microondas, la radiación fósil, ha deparado que no existe tal curvatura, y que por tanto la geometría del espacio cósmico es plana en tres dimensiones.

¿Qué quiere decir que la geometría del universo es plana o curva en tres dimensiones? En primer lugar, hay que recordar algunos principios básicos de geometría:

1) Líneas, superficies y volúmenes. Una línea es un espacio de una dimensión; una superficie, un espacio de dos dimensiones, y un volumen, un espacio de tres dimensiones.

2) Concepto de curvatura. Una línea puede ser recta o curva. Su curvatura puede ser diferente en distintos puntos. Una superficie puede ser plana (la página de un libro) o curva (la superficie de una pelota). Y la curvatura puede tener varios valores, según el tamaño de la pelota.

Aquí nos tropezamos con un muro que nos pone nuestro propio cerebro: así como es muy fácil hacernos a la idea de la curvatura de una línea o una superficie, es imposible representar e imaginar un espacio de tres dimensiones con curvatura. Pero que no podamos imaginarlo ni representarlo no significa que no exista, y de hecho sabemos que existe gracias a las matemáticas, gracias, en último término, a nuestra inteligencia.

CONGLOMERADO DE ÉPOCAS

A nosotros nos parece que la luz se mueve a una velocidad inimaginable, monstruosa. Puede que, a las escalas a que estamos acostumbrados, sea así. Sin embargo, la luz, a escala cósmica, va a paso de tortuga. Es de una lentitud que, por otra parte, nos permite tener una —o, mejor dicho, muchas— ventanas al pasado, a cómo fue el universo en una época más o menos remota de su existencia.

Si miramos a una estrella que está a 4 años luz, la vemos tal y cómo fue hace cuatro años, el tiempo que su luz ha tardado en llegar hasta nosotros. Si vemos una galaxia que está a 13.000 millones de años luz, la vemos tal y como era hace 13.000 millones de años, es decir, poco después del Bing Bang. El Sol lo vemos tal y como era hace ocho minutos, y la Luna, el objeto celeste más cercano, tal y como era hace un segundo. En realidad, desde la Tierra nunca tenemos una imagen “en directo” de nada de lo que está ahí fuera, lo cual, aunque pueda parecer descorazonador, es en realidad una bendición, porque nos abre de par en par una ventana al pasado y nos permite saber, paso a paso, cómo ha sido la evolución de todo lo que nos rodea desde el Big Bang e incluso remontarnos hasta el Big Bang mismo.

El universo, por tanto, nunca se nos presenta tal y como es, y tampoco tal y como fue en el pasado. En realidad, es cada objeto individual el que se nos presenta tal y como fue. El universo, visto desde nuestra posición, es un conglomerado de todas las épocas, un collage de tiempos más o menos lejanos, desde unos pocos minutos atrás hasta decenas de miles de millones de años. La velocidad de la luz es la que es y las cosas son como son.

RELATIVIDAD RESTRINGIDA

En la física clásica de Newton, las velocidades se suman. Si un tren va a 20 kilómetros por hora y una persona situada en su techo lanzase un balón hacia adelante a 20 kilómetros por hora, para nosotros, que estamos quietos respecto al tren, ese balón llevaría una velocidad de 40 kilómetros hora. Para el lanzador del balón, en cambio, el balón iría a 20 kilómetros por hora, al igual que para cualquier observador que estuviera subido al tren.

Esto, que tan bien funciona para balones tirados desde un tren y para velocidades normales, no funciona para la luz. A finales del siglo XIX se descubrió que la luz llevaba la misma velocidad (299.793 kilómetros por segundo en el vacío) para todos, independientemente del observador que realizase la medición. Ello ponía en tela de juicio algunos conceptos que se tenían hasta entonces como irrefutables, sobre todo en lo que toca al espacio y al tiempo.

De los cálculos que Einstein llevó a cabo para explicar el hecho de que la velocidad de la luz fuera la misma para todos los observadores nació en 1905 la teoría de la relatividad restringida, ampliada en 1915 con la teoría de la relatividad general.

La teoría de la relatividad destroza de un plumazo dos verdades que se tenían como irrefutables: que el tiempo era absoluto, es decir, que su tasa de avance era el mismo para todos, y que el espacio también lo era, es decir, que todos los geómetras, con los mismos aparatos de precisión, deberían medir exactamente las mismas longitudes.

En lugar de ello, se descubrió que el tiempo y el espacio eran indivisibles, que fluían conjuntamente dependiendo el uno del otro, naciendo el concepto de espacio-tiempo.

Para empezar, Einstein descubrió que el paso del tiempo para un observador determinado depende de la velocidad a que se mueva y de la gravedad a que esté sometido. Es un hecho contrastado que el tiempo pasa más despacio para alguien que se mueve a altas velocidades que para alguien que esté parado respecto al que se mueve. Asimismo, el tiempo pasa más despacio para alguien que se ve sometido a una fuerte gravedad que para alguien alejado de esa fuerza de gravedad. El paso del tiempo es más lento para alguien que se desplace en un Fórmula Uno que para alguien que esté parado, viendo la televisión en su casa por ejemplo. Un habitante de Barcelona, ciudad situada a nivel del mar, ve pasar el tiempo más despacio que otro en la cima del Everest, porque la gravedad a nivel del mar es ligeramente más intensa, al estar más cerca del centro de la Tierra.

Sin embargo, en estos ejemplos las diferencias son tan pequeñas que se pueden despreciar. Nuestros sentidos son incapaces de notarlas, y sólo se han visto mediante instrumentos de medición extremadamente precisos. Cuando de verdad se sienten los efectos es a velocidades cercanas a la de la luz y bajo fuerzas gravitatorias realmente grandes, como las de los agujeros negros. Todo ello es, además, relativo, no absoluto. Es decir, cuando decimos que para alguien pasa el tiempo más despacio, siempre lo decimos respecto a otro. No hay una única medida del tiempo, sino infinidad de ellas, y todas distintas. Una medida no puede entenderse sin otra que la complemente.

De sus cálculos Einstein halló que el paso del tiempo en un objeto es más lento a medida que se aproxima a la velocidad de la luz, hasta detenerse en dicho punto. Para un fotón (partícula de luz), que viaja a la velocidad constante de 299.793 k/s en el vacío (tan pronto como nace se pone a viajar a esa velocidad) el tiempo simplemente no pasa, se detiene. Es para nosotros, los observadores estáticos, para quienes pasa el tiempo, no para el fotón.

Halló también que la masa de un objeto en movimiento aumenta con la velocidad, hasta hacerse infinita en el límite no rebasable de la velocidad de la luz.

Halló también que la longitud del objeto en movimiento se acorta en la dirección del movimiento, hasta hacerse nula a la velocidad de la luz.

Halló también que para hacer que un objeto se moviera a la velocidad de la luz habría que administrar una cantidad de energía infinita.

Halló también que la masa es una forma de energía (la famosa ecuación E=mc2).

RELATIVIDAD GENERAL

En 1915 Einstein amplió su primera y revolucionaria teoría con la relatividad general. En ella describe también el comportamiento de los efectos gravitatorios. Básicamente, lo que Einstein demostró fue que la gravedad, que hasta entonces se tenía como una fuerza de atracción, no era en realidad una fuerza, sino la consecuencia de que la masa curva el espacio, dependiendo esa curvatura de lo grande que sea la masa.

Los cuerpos en el espacio se mueven siguiendo una geodésica. Una geodésica es el camino más corto —o más largo— entre dos puntos dados. Hemos dicho que la masa curva (deforma) el espacio. Imaginemos que un cuerpo se desplaza por el espacio y de repente pasa cerca de un cuerpo más masivo, una estrella por ejemplo. Al estar ese espacio curvado por la presencia de la estrella, el cuerpo errante, que seguirá siempre su camino trazando esa geodésica, no tendrá más remedio que inscribirse bajo la fuerza gravitacional de esa estrella. Si es suficientemente masiva, la curvatura será tan acentuada que hará que el cuerpo que antes viajaba en línea recta lo haga ahora dando vueltas alrededor de su nuevo compañero, sin dejar nunca de seguir esa geodésica. Si la estrella mantiene su masa, el cuerpo seguirá ligado gravitacionalmente a ella. Pero no es que la estrella ejerza una fuerza, sino que es la geometría del espacio, curvada por una masa, la que ha creado esa gravedad.

(Continuará, si Dios o los átomos me dan fuerzas y un poco de sabiduría)

jueves, 14 de abril de 2011

COLAPSO


En cada uno de nosotros hay ciertas palabras que hacen fortuna. Le parece a uno que esta circunstancia es una característica más de cada persona y, estirando la goma de los lugares comunes, casi podría decirse “dime qué palabras te gustan y te diré quién eres”. También: “dime cuántas palabras te gustan y te diré cómo eres”. Son formas distintas de lexicalizar la personalidad. Dijo Cela que detrás de cada palabra hay un sueño calenturiento. Es cierto; detrás de cada palabra hay no sólo uno o varios significados aceptados por la Academia de la Lengua de turno, sino un inmenso árbol de ramificaciones, evocaciones, sugestiones. Un universo, en suma, tan amplio como el mismo Universo en que vivimos, e incluso más. Porque al igual que en un segundo cabe toda la vida de una persona y que, hace 13.700 millones de años -según han concluido los astrónomos, físicos y astrofísicos-, toda la materia estaba concentrada en un punto de infinita densidad, así todo lo existente está resumido en una sola palabra, que puede ser cualquiera.

Así, con palabras, se ha hecho la civilización y con palabras también se hace la literatura. Y ello sólo es posible porque, en efecto, cada palabra es un orbe infinito. Entre las preferencias personales del que esto escribe está la palabra colapso. Y uno está últimamente de enhorabuena, pues que el término también parece haber hecho fortuna, un poco al socaire de la situación de crisis mundial -y al que le guste la palabra crisis habrá irremediablemente que felicitarle.

Así es. Ahora la gente habla mucho de colapsos. Sobre todo se escucha mucho en la televisión, por boca de políticos, economistas, especialistas en relaciones internacionales, periodistas. Se colapsa la banca, se colapsan el sistema de pensiones y el sanitario, se colapsa el Estado, se colapsa el PSOE ante el próximo descalabro electoral, se colapsa la economía mundial, se colapsará el Real Madrid si pierde los cuatro Clásicos frente al Barcelona que nos esperan. El otro día escuchamos al señor Artur Mas decir siete veces colapso (en catalán, que es muy parecido) en apenas medio minuto durante una intervención en el Parlamento de la Generalitat. Y, hace bien poco, un compañero de gimnasio le aseguró a un servidor que, viendo el peso que estaba levantando, se iba a colapsar como una supernova. Hubo carcajada general. El mundo parece vivir en un estado de permanente e irremediable colapso, afortunadamente no gravitatorio, porque entonces sí que estaría todo perdido.

Y, más que el mundo, las conciencias. Hay indicios de que la Humanidad se ha sumido en una fase de colapso ético, moral y estético. Y eso, quizá aún más que el colapso gravitatorio (imposible en un cuerpo celeste tan pequeño como la Tierra), será nuestra hecatombe. Que se colapsen los bancos y el flujo de dólares es reversible; que se colapse todo un sistema adecuado de medidas mentales, nos verá abocados a la nada, que es el estadio último de todo colapso. Poniendo como ejemplo una vez más a los astros, cuando una estrella de gran masa colapsa sobre sí misma bajo su enorme fuerza gravitatoria, termina por convertirse en un agujero negro, un cuerpo que no genera luz, que no se ve; un cuerpo que, ante nuestros ojos, termina por no ser nada, pese a su evidente existencia inferida por la fuerza gravitacional que ejerce sobre la materia del entorno. ¿Terminará la Humanidad, como las estrellas que degeneran en agujeros negros, por no ser nada, pese a que siga viviendo, vegetando más bien, en el planeta?

Pero esa es otra historia, y tampoco queríamos ahondar en ello. No me negarán, y es a lo que íbamos, que la palabreja, merced a esas “p” y “s” en estrecho contacto, tiene una acusadísima personalidad propia. A uno se llena la boca diciéndola. Y, quizá por ello, se abusa de su uso. Colapso. Es una palabra rotunda, que quien usa sabe perfectamente de su efecto inmediato sobre el escuchador. Cuando alguien habla de colapso, se sabe o se sospecha que no hay vuelta de hoja o, como poco, que la cosa es grave. Eso es, al menos, lo que a buen seguro quiere expresar el que habla. Como siempre, es saludable, reconfortante e incluso evocador acudir al diccionario de la RAE y leer: “destrucción, ruina de una institución, sistema, estructura, etc.”, nos dice en su primera acepción. Basta con pensar en cualquier organismo viviente para pensar en su colapso. Detengámonos en nosotros mismos, en nuestro interior. ¿Qué si no un colapso íntimo es un estado de tristeza, de desesperación, de melancolía?

La gente suele morir por colapsos; no solamente por colapsos circulatorios, renales o hepáticos, sino también por colapsos interiores, colapsos del alma. Y quizá lo peor de todo, lo más doloroso de todo, es que todo colapso es un proceso lento, en ocasiones inapreciable, pero del que ya no hay posible retorno. Las rosas cortadas y los pobres lebratos a los que abandonó la madre también mueren de colapso. Pensándolo bien, y pese a su sesgo de fatalidad, es una bella palabra. ¿Cómo encontrar belleza, sosiego, consuelo incluso, en una decadencia, en una degeneración?

Quizá es que las palabras, la literatura, se hicieron para eso, para consolarnos.

Imagen de cabecera: recreación artística de un agujero negro con disco de acreción. El disco de acreción es materia que se arremolina en torno al agujero negro y que, debido a la inmensa fuerza gravitatoria de éste, es engullida. Esta materia, que gira a velocidades y temperaturas altísimas antes de superar el llamado horizonte de sucesos, emite radiaciones cada vez más intensas y energéticas, hasta convertirse en potentes fuentes de radiación. Es por esa radiación que se conoce indirectamente la existencia de muchos agujeros negros, pese a que no pueden ser vistos, ya que no emiten luz. Un agujero negro es un cadáver estelar, el colapso gravitatorio llevado al extremo. Se forma cuando una estrella masiva agota su combustible y, privada de ese calor que mantenía a la estrella en un tamaño constante, expandiéndola desde el núcleo, empieza a desmoronarse sobre sí misma (a colapsar). Si la estrella excede de una masa determinada, terminará por convertirse en un agujero negro, esto es, una cantidad enorme de materia condensada en un espacio pequeñísimo, creando una fuerza gravitatoria tal que ni la luz puede escapar de ella.