miércoles, 1 de diciembre de 2010

EL GRAN BAZAR

Miles de madrileños tienen en las ligas municipales el territorio idóneo para sus múltiples inquietudes deportivas, tantas como deportistas inscritos hay en cada uno de los distritos. Con las ligas muncipales se llega al límite indivisible de la competición, como los quarks -los gránulos primordiales de que está hecha toda la materia- lo son del universo observable. No es posible, por tanto, fragmentar la competición más de lo que es el ámbito de un barrio, de un distrito. Las ligas municipales son el último reducto, el bazar de las frustraciones, de todo aquel que quiere competir en algún deporte y, por las razones que fueren, nunca pudieron hacerlo a buen nivel. Hay que decir, no obstante, que existen jugadores que sí jugaron en categorías elevadas y que tienen en las ligas municipales una excusa y un incentivo para hacer un poco de ejercicio los domingos y mantener despierto ese comezón competitivo del que, dicen, es imposible librarse aunque pasen los años. Pero son excepciones. Aquí lo que predomina es el celebérrimo “equipo de barrio”. Los siete, ocho, diez colegas que se juntan para jugar pachangas con árbitro uniformado y mesa cronometador y anotador.
Podríamos hacer un retrato robot del jugador medio de liga municipal. Lo haremos con el baloncesto en mente, deporte que mejor conocemos por jugarlo cada fin de semana, pero este modelo podría trasvasarse perfectamente a cualquier deporte -fútbol 7, fútbol sala, balonmano, voleibol. El competidor típico de liga municipal tiene alrededor de 30 años, es de complexión robusta -que no fuerte ni atlética-, va a los partidos sin afeitar, gasta pantalones más o menos ajustados y camiseta de mercadillo de la que cuelga un número ininteligible que no suele ser otra cosa más que un esparadrapo, es malcarado, protestón y mete-codos y no duda en utilizar sus kilos de más, su trasero y sus jadeos a veces malolientes para sacarte de la zona, normalmente a empellones. Lleva las piernas sin afeitar y no se distingue por su gracilidad ni por su habilidad en el deporte correspondiente. Sus movimientos son mecánicos y poco fluidos, aunque normalmente cada uno tiene una habilidad de la que saca ventaja, más por incompetencia del defensor que por excelencia propia. Los hay que tiene un tirito de media distancia poco plástico pero eficaz y que no dudan en utilizar en cuanto el balón les cae en las manos, metiéndola limpia siempre para asombro de los circunstantes; otros destacan por su gancho absurdo cerca de la canasta y, los más, por saber actuar de cara al árbitro para sacar faltas. En eso mejor que en nada se reconoce la influencia de los profesionales, a quienes el jugador municipal procura imitar en sus gestos faciales y corporales, que no en su técnica. El jugador municipal parece estar muy orgulloso de jugar con un árbitro que vigila sus movimientos y los del contrincante, y no duda en “hacer uso” de él, esto es, no duda en protestarle. “Para eso está”, debe de pensar el jugador municipal al ver al árbitro con su uniforme, su silbato y su cara de concentración. “Cuanto más proteste, cuanto más indignado parezca, más pareceré que estoy haciendo algo importante”. El jugador municipal tiene que creerse su farsa, y en eso ayudan todos, pues es una farsa muy bien conseguida. Todos participan, todos parecen contentos, todos se ayudan para conseguir un buen efecto estético, aunque sea con broncas. El jugador municipal no sólo no cobra por jugar, sino que paga su dinero. Ello, claro es, le exime de responsabilidades, de entrenar a no ser que él y sus compañeros de equipo quieran, y, sobre todo, le da derecho a perder. Perder, al contrario que para un profesional o para alguien que aspira a serlo, es un derecho que tiene el jugador de liga municipal y que es inalienable. Encima que pago, no me voy a enfadar por perder. Así es, luego, al acabar el partido, esperan en la taberna más cercana las cervezas comunitarias.
Hemos hecho una síntesis del jugador de liga municipal medio, lo que no quiere decir, naturalmente, que no haya un amplio surtido de tipos y caracteres. Pero, como dijo Ortega, pensar y escribir es exagerar, y quien renuncie a exagerar que renuncie también a pensar. Hemos exagerado, qué duda cabe, pero creemos que el resultado se aproxima bastante a la realidad.
Hay de todo. Es un gran bazar. Casi todo inservible y lamentable, pero su conjunto es lo que le da sentido y belleza. El sentido más amplio e importante de las ligas municipales es el de competir sin presiones más allá de las que uno se imponga a sí mismo. El jugador de liga municipal aprovecha esta oportunidad que los ayuntamientos les dan para sublimar ese gen competitivo que el ser humano tiene y que, con la llegada de la civilización y la agricultura y el consiguiente abandono de la caza, actividad que les suministraba a nuestros antepasados esa adrenalina que sólo la competición deportiva puede generar en parecidas dosis, había quedado sin satisfacer. Con las ligas municipales, por tanto, se ha conseguido que el ciudadano medio pueda dar salida a esa necesidad atávica. Los ayuntamientos supieron ver muy bien esto y lo han convertido en actividad altamente lucrativa. Luego está el tema de la emulación, que nos parece imprescindible para la correcta comprensión de las ligas municipales.
El ser humano es ser devorador de otros hombres y necesita hacer lo que otros hacen, y más, claro, si le gusta lo que esos otros hacen. El jugador de liga municipal, que ve la Liga de fútbol o la NBA, tiene en las ligas municipales la oportunidad inmejorable de creérselo, ya sea mediante sus mediocres aptitudes deportivas, la vestimenta -que en algunos casos es calcada a las de sus héroes- o los gestos. El jugador de liga municipal llega al partido del domingo después de una dura semana de preocupaciones varias, la de su vida cotidiana, y se hace un personaje que le sirve para evadirse. Cada uno tiene el suyo: uno se hace el personaje de obrero, de jugador sacrificado por el bien del equipo; otro, el de estrella, que suele ser el vanidoso aderezado por alguna virtud técnica y/o atlética, sobre el que recae toda la responsabilidad del equipo, sólo que sin esa presión extra proviniente de fuera de la que hablábamos, haciendo por tanto de su papel algo sumamente gozoso; otro, en fin, asume el papel de especialista, por ejemplo, o de jugador decisivo en los finales. Y no falta el que se ha otorgado a sí mismo el de jugador de banquillo, que de todo hay.
Hay mucho de frustración en las ligas municipales, pero también mucho de alivio de esas frustraciones y, además, algo de expectativas ampliamente superadas. Es patético sin duda ver este espectáculo por el que nadie en su sano juicio pagaría un duro por verlo. Ni falta que hace. Las ligas municipales se explican por sí mismas, igual que la sociedad, que sólo puede explicarse convenientemente desde sus adentros, desde su corazón caliente y palpitante, desde la siempre difícil espeleología de lo que es el hombre, y no desde una corteza erudita y superficial.

martes, 30 de noviembre de 2010

SABER PERDER... SABER PERDERSE

El día anterior E. y yo habíamos quedado, como una fatal premonición, que si íbamos perdiendo 3-0 no veríamos más partido. Bueno, pues no se podrá dudar de nuestra entereza frente a la adversidad, de no guardar el tipo en los momentos más difíciles; no se nos podrá acusar de claudicación, de abandonar la nave cuando se está hundiendo, como no la abandonó George Clooney en La tormenta perfecta. Vimos cuatro, nada menos, de los cinco goles. Uno más de los que nos habíamos impuesto. En cuanto el cuarto cayó, E. y yo salimos de la taberna irlandesa y fuimos a dar una vuelta. Era ya demasiada humillación, demasiado tósigo invadiéndome los adentros. Viejos fantasmas infantiles danzaron frente a mi vista. Algo así como un deja vu pero en largo, con la conciencia plena de que estaba sucediendo lo que nadie, ni aún yo que me considero bastante pesimista en estos eventos, podía imaginar. Una verdadera tortura. No sabía ya si era Romario que había resucitado futbolísticamente o que, fatalmente, no era Romario sino alguien aún peor, Iniesta, Xavi, Messi, alguno de esos jugadorazos que nosotros no tenemos. La noche no era fría, no, era moscovita. Mas se estaba mejor ahí afuera, de la mano de E., con ese frío húmedo, que no en esa taberna repleta de guiris culés. Sólo había culés, o eso parecía, porque a los madridistas, claro, ni se nos escuchó. No fue una derrota, no. Tampoco una humillación. Fue una negación absoluta, una supresión de lo blanco. “El terror es blanco. La soledad es blanca”, escribió César González-Ruano en su Diario íntimo el día antes de morir. Dicen que el verdadero color del universo no es el negro, como pudiera parecer a simple vista, sino una especie de “café cortado” cósmico. Yo lo veo más como algo blanco. En el fondo, el universo en su inmensidad nos sugiere la nada, en vez del todo. Vacío. Negación, supresión en blanco. Ayer los madridistas fuimos negados, suprimidos, transparentados.

Hasta que salimos de la taberna. Nada más poner el pie en la calle me preocupé al darme cuenta de que nuestros alientos no formaban vaho. Principiábamos a no existir, suprimidos, negados, nadalizados, como seguramente no existían ya, suprimidos, negados y nadalizados todos los madridistas que seguían viendo el partido. Afortunadamente cinco minutos después, caminando por las calles adyacentes a la plaza de Santa Ana, todo había quedado atrás, como ocurrido hacía cientos de años. Ni un alma se veía por las calles, lo cual acentuaba nuestra sensación de frescura, de diferencia, de privilegio. Andar por en el centro de Madrid, por ese Madrid galdosiano, quevedesco, larraniano, a solas es un privilegio, un distingo, un frescor, algo de lo que disfrutar, pese al frío. Poco a poco fuimos recuperando nuestra densidad, nuestra corporeidad, después de que, por momentos, nos transparentáramos según caían los goles. De vez en cuando decíamos: “¿Cómo irán? ¿Habrá caído ya el quinto?”, como quien, en medio de una conversación completamente insustancial, dice: “¿Te acuerdas de Fulanito? ¿Qué habrá sido de él?” Lo dábamos por hecho, pero, ¿qué importaba ya? E. saludó a un anciano que años atrás ayudaba a su familia en el bar, y que iba por la calle como desorientado. Al hombre se le veía que el fútbol no le interesaba gran cosa, pero no paraba de repetir que veía a E. más guapa y que el Barça es que es impresionante, por mucho que digan, es que es otra cosa, es otra cosa. Uno, claro, tenía que sonreír y asentir, ¿qué iba a hacer?

Con nuestros cuerpos materializados de nuevo, con nuestro aliento que volvía a formar volutas vaporosas en el aire, con nuestra densidad recuperada, nos propusimos con voluntad férrea no volver a hablar del partido. Saber perder... saber perderse. Lo que no se ve no existe, eso es física cuántica elemental. Lo que no se recuerda nunca ocurrió. A partir de ahora y en los próximos tres o cuatro días, ni un telediario, ni un periódico deportivo, ni una visita a As.com, ni una conversación sobre fútbol. El ancestral y nunca bien ponderado arte de mirar para otro lado. De negar una realidad para no negarse a uno mismo. De hacerse a partir de la supresión de otra cosa.

Luego, cuando llegué a casa, envié un mensaje de buenas noches a E. y me metí en la cama, una imagen me asaltaba como hordas sangrientas de sufrimiento. Al principio era como una nebulosa de la que poco a poco fueron vislumbrándose tipos vestidos de azulgrana fusilando a un hombrecillo de verde que ya ni hacía por evitar los goles. La imagen, ese fotograma de pesadilla, era la del quinto gol, el único que no había visto, que no sabía como había sido pero que ahí estaba, metido en el entrecejo, hostigándome. Lo que no se ve sí puede existir, porque basta con imaginarlo. El quinto gol, lo que desconocía, era lo que me robaba el sosiego. No lo pienso ver, seguramente lo vea dentro de varios meses cuando la herida esté más que cerrada. Pero anoche, ese gol fantasmagórico, inventado pero real, pues sin duda había ocurrido, pesaba mucho más que los cuatro anteriores, que en realidad no valían nada en su tangibilidad. Con lo que la física cuántica está equivocada, y lo que no se ve, lo imaginado, tiene mucha más importancia que lo tangible, que lo vivido, que lo experimentado. Pues a disgregarse se ha dicho, a transparentarse, como cuando salimos de la taberna. Que me imaginen, pero que no me vean. Sobre todo los culés.

Nada. Toca saber perder... saber perderse.

lunes, 29 de noviembre de 2010

BARÇA-MADRID O LA VIDA A TRAVÉS DE UN PARTIDO DE FÚTBOL

Hoy, lunes, día extraño para tan egregio acontecimiento, se disputa el Clásico que lo llaman ahora, no sé si lo llamarían así hace décadas pero de lo que estoy seguro es de que no lo llamaban así cuando yo era pequeño y adolescente, que es cuando se fraguó en mí la difícil pasión de ver, sentir y vivir este partido, único en el mundo digan lo que digan los de Milán, Buenos Aires, Manchester o Liverpool. Ninguno de esos Clásicos alcanza las cotas mundiales que el nuestro -que a veces uno no quisiera que fuese suyo, tan nervioso se pone-, ninguno congrega tal cantidad de ingredientes picantes, ninguno es tan planetario. Y aquí está lo decisivo. Donde más miradas recaen, mayor es la presión para los contendientes. No es lo mismo caer bajo el paragüas de la soledad, donde siempre nos quedará el consuelo de la propia soledad, que ante la vista de todos. Para Barça y Madrid la presión es mucho mayor ahora que hace quince o veinte años, cuando aún no se aplicaba el sobrenombre de Partido del Siglo, cuando todavía el mundo no giraba la cabeza para posar en ellos su mirada expectante y alucinada. Luego cada Clásico posterior era también partido del siglo, con lo que terminamos por quedarnos sin partido del siglo. Los periodistas, conscientes de esta saturación que podría ir en contra de sus propios intereses, lo han terminado por bautizar en los últimos años como Clásico. Una fórmula natural y que contenta a todos: a los más viejos del lugar por supuesto, que llevan viendo este partido toda la vida; a los jóvenes, que ya que no leen a los clásicos de verdad tienen una oportunidad de inscribirse en una tradición -menos es nada-; y, por supuesto, parece que a Luis Aragonés y tal, al que aquello de derby no le terminaba de sonar bien porque “derby es lo de los caballos”.
El Barça-Madrid es algo más, qué duda cabe. No hay en Europa ningún país en que la segunda ciudad esté tan cerca en términos de población a como lo está Barcelona de Madrid. Económica y culturalmente están a la par, sin duda. Barcelona es por derecho propio toda una capital nodriza. Y eso, claro, se nota en el terreno de juego. Sobre el tapete verdísimo y gigantesco -qué grande es el césped del Camp Nou, Dios mío- se dirimen las luchas y rivalidades de la calle y de la Historia. No es mala cosa, por otra parte. Mejor así que no de otra forma.
Uno ha crecido sufriendo las visitas del Real Madrid al Camp Nou. El primer partido del que tiene recuerdo de ver por televisión en campo barcelonista se saldó con 5-0 (93-94). Fue el de la cola de vaca de Romario a Alkorta. Mal empezaron, pero peor continuaron después las cosas. Tuvo uno que esperar seis años para ver marcar un gol a su equipo en ese campo (2-2 en la 99-00), y cuatro más para verlo ganar (1-2 en la 03-04). Casi diez años de sufrimiento y goleadas que se han convertido en un engrama cerebral. Ir al Camp Nou no es grato, ni siquiera cuando se gana porque nos hace tomar conciencia de la fugacidad del triunfo, de cualquier triunfo. Si es que el triunfo existe, pero eso es otra historia. Para algunos, para la mayoría, parece que sí, y no vamos a caer en la presunción de decir aquí lo contrario. Otra cosa es que lo pensemos.
Ha visto uno últimamente por televisión reportajes históricos que resumen los últimos años de Clásicos en el Camp Nou. A uno le gusta ver, sobre todo, las imágenes de aquellos primeros años de que tiene recuerdo, aunque su equipo hubiera perdido, más que las recientes, pese a que el resultado le fuera favorable. Cosas de la nostalgia, de la indómita nostalgia, ese velo que nos impide ver la realidad tal como fue. Quizá es que la realidad nos importa poco y nos interesa más en tanto sea moneda acuñable en recuerdo. Ver a Romario, Nadal, Stoichkov, Kodro, Ronaldo, Figo, Rivaldo, Xavi o Eto´o perforar la meta madridista tiene un punto de placer masoquístico. Es un documento de época, de una época de nuestra vida, de nuestra época. Es una magdalena de Proust con forma de balón de fútbol. En el fondo, lo que hizo Proust no es nada original, es lo que hacemos todos -aunque sea mentalmente y de forma inconsciente- a cada momento. Sólo que él lo hizo a lo bestia. La narración lírica, la única que cuenta e interesa. El que el movimiento de una red de la portería cuando la toca el balón nos abra un mundo pasado, porque cada año las redes de las porterías eran distintas, y eso lo sabe cualquier aficionado al fútbol. Ver un resumen de un Barça-Madrid jugado en mayo de 1997, por ejemplo, es ver nuestro mayo de 1997, es ver una parte de la vida de uno a través de una cerradura. Bonito regalo.
Así pues, hoy toca noche de sufrimiento. Tiene que ser así. Podría contar uno alguna anécdota acerca de lo que los nervios pueden influir en una conducta y en una naturaleza. No lo hará, no quiere parecer demasiado bicho raro. Uno, por si acaso, se ha curado en salud, pues verá el partido bien acompañado. Si gana el Madrid, bien. Si pierde, quedará el abrigo cálido de la compañía. Además dicen que va a nevar en Madrid, así que hará falta. Visto así, igual prefiere uno que pierda el Madrid, con tal de verse consolado por esas dulces manos...

domingo, 28 de noviembre de 2010

LARRA VIVIÓ 10.188 DÍAS


"Pero Dolores Armijo suponía en aquellos momentos todo. Cuando un hombre en las circunstancias de Larra pide su amor a una mujer, no la pide sino que le devuelva a gritos de pasión su propio yo, el yo que la ofrece, el yo miserable y terrible que duda, que tiembla y que parece caminar ciego y sordo por la sordera y la ceguera del mundo en que vive.
Larra le entrega su amor en última instancia. Nunca se me olvidarán aquellas palabras que un excelente poeta, un excelente hombre, Ramón de Basterra, nos decía a sus amigos en los últimos meses de su vida: “Repetidme siempre que soy un magnífico escritor, dedidme que mis versos son muy buenos... A vosotros no os cuesta nada... y a mí me hace muy feliz”.
Y eso y mucho más que eso pedía aquel pobre grande hombre de Fígaro a la mujer que tomó como pretexto y fin de consideraciones vitales: “Mírame a los ojos y devuélveme mis ojos para que me convenza de que los tengo. Devuélveme mi amor, mi genio y mi fortuna, que se me borran en la soledad española. Dime que soy, que existo, que alguien ve cómo vivo, pienso y amo”.
No le supo decir nada de aquello Dolores Armijo, aquella mujer que tenía un nombre que mejor le iba a Larra y un apellido que se hacía entonces sinónimo de España. No se lo supo decir aquella Dolores Armijo, aquella Dolores España que le puso una pistola en la mano un lunes de Carnaval."

César González-Ruano. Del artículo Larra o la agonía del ansia, publicado el 12 de junio de 1932.

viernes, 26 de noviembre de 2010

LA MAÑANA

La mañana. Es lo cierto que hay que ser excesivamente romántico y bastante temerario para hacer una elegía de la mañana. Sé que con ello me buscaré y me encontraré con múltiples enemigos que cantarán mi desconsideración para con ellos, los madrugadores por obligación, y con muchos que simplemente abrirán los ojos como platos, no entendiendo tan absurda y puede que provocadora composición. Avisamos que nos estamos refiriendo a la mañana en su semilla y, por lo tanto, en su estado más puro y primordial; estamos hablando de la mañana de las siete de la mañana, esa hora que es toque de diana para millones de trabajadores y estudiantes. La mañana de las once de la mañana no nos interesa, no es más que una mañana moribunda, desvencijada, con todos los resabios y la mala sangre de la senectud. Por eso, el que se levanta día tras día a las once de la mañana, nace al día un poco muerto. Hay muchas mañanas dentro de cada mañana, igual que hay muchas vidas dentro de cada vida o, en el baloncesto, muchos partidos distintos en uno sólo. La mañana de las siete de la mañana, la alborada -qué gran nombre para un pub nocturno-, la claridad morada y neblinosa de ese primer conato de luz, es de lo que tratamos. Dejemos a la mañana de las once de la mañana con su sol absurdo percutiendo nuestras cabezas, con su cansancio de la mañana, del día, mucho más enojoso que ese primer cansancio falso de las siete de la mañana. Olvidémonos de la muerte de la mañana y asistamos a su nacimiento.
Cuántas veces hay que escuchar aquello de “es que odio madrugar”, que viene a ser lo mismo que decir que el que uno odie madrugar es una de las pocas taras de su persona, una tara leve y perdonable en tanto que está generalizada y bien admitida por el común. Una tara de la que enorgullecerse. Decir que uno odia madrugar es inscribirse en una raza española que tiene mucho de bueno y tenía mucho de heroico, pero también de nocherniego y noctívago. A los españoles nos gusta mucho trasnochar pero no nos gusta madrugar. Una cosa lógica. Pero uno, consciente de lo que se está jugando con esta confesión, afirma que le gustan las dos cosas. ¿Unión imposible? Puede.
Es una fragancia inigualable, una fragancia fresca y añil, la de la mañana, cuando le sorprende a uno. Porque la mañana, esa primera mañana, no deja de ser una constante sorpresa, un milagro cíclico del que nunca encontramos explicación plausible. Todos los días está ahí, con su purpurismo mágico, y todos los días lo contemplamos con ese halo de fascinación, como se contemplan todos los milagros comunes de esta vida que, por otra parte, son los únicos milagros que existen. Hay un reducto en esa mañana en que nuestro cerebro es más cerebro que nunca, cuando nuestro cerebro funciona sin intervención de nuestra voluntad, cuando nos envía -sin hacer por ir a buscarlo- las cosas, nuestras cosas. Es un reducto en que cabe todo. Es esa hora, la de las siete de la mañana, cuando nos despertamos bruscamente en épocas de tristeza. Es también esa hora, en ese entrevela, cuando rememoramos sin quererlo la cita de la noche anterior con nuestra enamorada otoñal. Es esa hora cuando hacemos inventario de urgencia de lo acontecido en el día precedente, que es lo mismo que decir que en toda nuestra vida. Porque igual que toda la vida de un hombre cabe en un sólo día, todo un día de un hombre cabe en una mañana, en la niebla de la mañana de las siete de la mañana, y no en otra. Toda la vida del hombre cabe en ese aleph de las siete de la mañana.
El hombre, lo queramos o no, es animal diurno y no es arbitrario el considerar que la mañana es y ha de ser nuestro mejor momento. No recomendamos buscar deliberadamente los momentos excesivamente líricos, la contemplación por la contemplación. Pero hagamos, de vez en cuando, una actividad contemplativa y lírica. Nada más levantarnos y habernos despojado de esas telarañas post-sueño, de esa nebulosa que otro día glosaremos, asomémonos por la ventana y miremos, oigamos. Tiene algo de reconfortante ese primer rumor urbano, algo de despertador natural, mucho mejor que esas alarmas enloquecidas que mortifican nuestro cerebro y oídos día tras día a una hora determinada. Ojalá pudiera ponerse uno en su móvil como despertador el sonido templado de la ciudad nueva. Es un sonido leve y lejano, como una radiación de fondo que nos transmite el pulso vital necesario para afrontar otra jornada más. Los coches y autobuses suenan amortiguados, la gente va en silencio, caminando con la cabeza gacha, sumida en sus propios pensamientos. Es un reducto de tiempo, el amanecer, la mañana de las siete de la mañana, en que todo el civismo que creíamos perdido sale a relucir. Después todo se estropea.
Así es, todo se estropea, pero si glorificamos un poco a la mañana, esa mañana virginal de las siete de la mañana, si apretamos en nuestra mano con calor como a la noche apretaremos la mano de nuestra enamorada a ese manojo de luz romántica y lívida, si hacemos por disfrutarla un poco olvidándonos de nuestros trasnochos y miserias de niño mimado -y que nadie se ofenda-, después todo irá mejor, como rodado. Sí, definitivamente madrugar es nacer en el momento adecuado, venir al mundo en sazón; madrugar es, además, una actitud un poco chulesca y autoafirmativa, un decirle al mundo, a la mañana, que no le desviamos la mirada, que aquí estamos, que no nos da miedo, que estamos dispuestos a la batalla. Aunque luego perdamos, ¿qué más da?

jueves, 25 de noviembre de 2010

NOCHE DE CRÓNICA

La de hoy es noche de crónica para un servidor. Y no de una crónica cualquiera, sino del partido que dirimirá quién es el mejor en el grupo B de la Euroliga: el Real Madrid o el Olympiacos de El Pireo griego, uno de los equipos que forman parte de la aristocracia europea. Un partido con sabor a clásico que nos retrotrae a aquellos enfrentamientos en la década de los noventa, cuando el Real Madrid era algo en el escenario europeo del baloncesto. Y es, será, un clásico a pesar de jugarse en la novísima y brillante Caja Mágica, con lo que tenemos, una vez más, el sabor fuerte del clásico servido en un envoltorio con olor a nuevo, que es uno de los olores más agradables o desagradables que existen, según nos dé, según estemos ese día más nostálgicos de lo normal o, por el contrario, nos encontremos en un estado de cierta rebeldía revolucionaria frente a lo pasado y lo presente y sólo miremos, con la mirada decidida y feroz, hacia el futuro. Pero no hacia un futuro inmediato -la preciosa inmediatez de lo cotidiano- sino a un futuro “futuro”, esto es, hacia un futuro poco menos que ciencia ficción.
Las revoluciones no son otra cosa que eso, ciencia ficción, nada más que con el lastre imperdonable de los muertos y frustraciones reales.
Mas no este el tema que queríamos tratar en esta glosa, sino simplemente anticiparnos unas cuantas horas a esta noche de crónica. Han dicho los pensadores de todas las épocas que donde mejor podemos estar es en el presente y que el pasado es una cosa que ya no tiene arreglo y el futuro algo que no existe y por tanto algo en lo que jamás debemos pensar. Estamos más o menos de acuerdo con esta idea, pero uno no puede -no quiere- dejar de sucumbir ante ese pequeño placer diario que suponen los prolegómenos, la hora de la “anticipación”, como decía cierto casanova antes de una cita en un memorable episodio de Los Simpsons. La escritura suele y debe basarse en la memoria y, por tanto, en el pasado, pero lo que hacemos ahora se basa en el pasado/presente/futuro, esto es, describiremos una noche de crónica cualquiera de tantas como han ocurrido ya pero nueva en su mismidad y con ese sabor de continuum, de cosa vivida en el momento, que tiene toda crónica. Haremos, estamos haciendo ya, la crónica -y, por tanto, un escrito apresurado- de la crónica, de una ilusión por la crónica, de una ilusión por la noche de crónica.
Llega uno a la Caja Mágica después de haber atravesado Madrid de cabo a rabo, de norte a sur, por las galerías del Metro, cargado con su ordenador portátil, donde se concretan y van concretando tantos pensamientos trenzados en forma de letra, en forma de crónica, artículos y pretensa literatura. Lo mejor de la noche de crónica es cuando uno se salta la cola, llega a los torniquetes de entrada al pabellón, saca su acreditación periodística del bolsillo de forma más o menos aparatosa, procurando que alguien lo vea, y la enseña al mozo, que le deja pasar como si fuera alguien importante. Uno procura aligerar el paso y poner cara como de que lleva mucha prisa, entra en el estadio y en la zona de prensa y se acomoda mientras escruta a las cheerleaders, que calientan en la banda, y hace un cálculo grosso modo de cuánta gente hay y, sobre todo, de cuánta gente habrá, algo que sin saber muy bien por qué se sabe a partir de la la gente que hay.
Lo que hay que hacer antes de que empiece el partido es bien simple: saludar a algún compañero, encender el ordenador, esperar a que cargue, conectarse a la red wi-fi, abrir un documento en blanco de Word donde se escribirá la crónica y meter ahí los datos básicos para la ficha técnica: plantillas, quintetos iniciales, árbitros. Si hay tiempo, se miran el correo electrónico y el Facebook y se saluda cibernéticamente a algún amigo, amiga, novia o amante conectado. Empieza el partido y saca uno su libretita donde ir apuntando las incidencias deportivas, que, pasadas debidamente por el filtro cronístico-literario, servirán de cañamazo para la crónica definitiva.
Si el partido va más o menos decidido, la crónica se empieza a escribir al comenzar el último cuarto, con lo que se encuentra uno, primero, escribiendo a toda velocidad una pequeña reflexión sobre lo que ha sido un partido que no ha terminado y las repercusiones que tendrá; y, segundo y sobre todo, se encuentra uno en la poliédrica tesitura de ir escribiendo sobre lo que ocurrió en el primer, segundo y tercer cuarto mientras de vez en cuando alza la cerviz y, sin dejar de teclear, mira hacia la pista, donde aún siguen ocurriendo cosas, y consigna las incidencias del último cuarto, máximas ventajas, jugadores en racha, jóvenes que debutan o que juegan los siempre vergonzosos minutos de la basura. Si el partido va igualado no queda otra que jugársela y, basándose en la intuición, anticipar un ganador para empezar a escribir. Si luego hemos acertado, bien; si no, toca borrar todo lo escrito y empezar de cero. En cualquier caso, la crónica se hace in situ y está terminada quince minutos después del bocinazo final. Ese lapso es el decisivo, cuando hay emplear todas las energías de concentración, pues lo que hay alrededor no predispone precisamente a escribir. Ruido, aplausos, gritos, jaleo, gente pasando por delante y por detrás, compañeros que te preguntan, azafatas preciosas que no le miran a uno pero a las que es imposible -imposible- no mirar, el periodista de al lado que, como uno, escribe a toda velocidad una crónica apresurada quizá no tanto con el ansia profesional de colocarla lo antes posible en la red, sino con el objetivo mucho más humano de no ser el último en salir de la zona de prensa, del estadio.
La grada se vacía a una velocidad pasmosa, los jugadores se han retirado ya a los vestuarios y en poco tiempo volverán después de la ducha preceptiva, vestidos de calle, con otra cara y otro olor -que, más que olerse, se ve- del que tenían en la pista. Mientras, uno sigue ahí, anclado a la silla, con la vista encendida de palabras puesta en la pantalla de su portátil, esa máquina imprescindible que le acompaña a todas partes y que se ha convertido en su humilde troqueladora con la que acuñar la farsa de la realidad en la verdad mentirosa de la literatura. Sí, porque uno, además de intentar escribir novelas y cuentos y diarios, lo que intenta hacer en sus crónicas no es otra cosa que literatura. Uno cree que sin literariedad no puede haber crónica, pues no basta con registrar unos hechos dejándose llevar por el torrente de la acción, que se lo lleva todo por delante. Sobre todo, se lleva por delante a la literatura. Lo cual no quiere decir que no se pueda escribir la literatura deprisa. Nada de eso. Un artículo, una crónica, no admiten reflexiones demasiado elaboradas ni complejas, ni menos aún correcciones y relecturas morosas. El que escribe despacio no puede escribir crónicas ni artículos. La crónica, el artículo, tienen la luz de esos quince minutos, media hora a lo sumo, en que fueron pensados y troquelados a toda velocidad. Si normalmente, en la novela, el ensayo, en el cuento, escribir es esculpir, en el artículo y la crónica no hay lugar para el cincel. Hay que troquelar.
Difícil equilibrio el de la velocidad y la literatura, qué duda cabe. Pero los mejores jugadores de baloncesto hacen las mayores y más eficaces virguerías con la pelota en un pestañeo. Y de igual forma que jugar al baloncesto es vivir, que vivir es jugar al baloncesto, y que la literatura es vida y, por tanto, puede ser baloncesto, la literatura también puede tener sus momentos de velocidad, que están en el artículo y en la crónica.
Decía Rilke que el encargo es la literatura en estado puro. La crónica apresurada, vivida, vivificadora, también puede serlo. Con el deber hecho, con la crónica troquelada y colocada en la red, con las luces de la Caja Mágica apagándose y los grillos de la noche escuchándose ahí fuera -qué de decadencia cabe en quince minutos después de un partido-, recoge uno sus cosas y sale, despidiéndose de la señora de la limpieza, que le mira a uno con cierto fruncimiento y le despide a regañadientes. “Qué pesados son estos periodistas”, parece pensar, sin saber que uno no es periodista, sino sólo troquelador. La noche de crónica ha terminado, no sabemos si el Madrid habrá ganado al Olympiacos, porque juega esta noche, pero con esta anticipación, con esta crónica de la crónica, nos hemos retrotraido a otras crónicas, a otros partidos, a otras vidas que son la nuestra propia pero que, en tanto que pasadas y nostálgicas, nos parecen otras. Afortunadamente, esta noche hay otra vida nueva, hay otra crónica.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

ALFONSO

Alfonso nos ha dejado. Un fulminante cáncer de huesos se lo ha llevado casi sin que nos diéramos cuenta. Rebasaba los setenta, era alto, desgalichado, gastaba ojos miopes, finas gafas de montura de metal, calva bien llevada y cierto descreimiento de todo que lo hacía distante y enormemente tierno a la vez. Alfonso nos recuerda un poco a aquel don Sandalio de Unamuno, el jugador de ajedrez, del que en el pueblo sólo se sabía que iba a la taberna todas las tardes a la misma hora a jugar su partida con un amigo que después se le murió. A pesar de tan importante contratiempo, don Sandalio seguía sentándose día tras día delante del tablero, a solas, esperando pacientemente la venida de su amigo muerto, que él no sabemos si sabía si estaba muerto, hasta que el que se murió fue él.
Alfonso era siempre el último que llegaba al bar de la piscina para ver los partidos de la liga de fútbol y el primero que se iba. Jamás veía ni los primeros ni los últimos minutos, pero no fallaba nunca. Durante años, lustros, quién sabe si décadas, Alfonso se presentaba en el atestado bar, contagiando un reguero de sonrisa, de vaga esperanza, a sus contertulios de coñac -que era lo que bebía- y puro. Un servidor pudo disfrutar de los últimos años de tan deleitosa costumbre, el partido del domingo, de la compañía de Alfonso.
Durante mucho tiempo no hubo seguridad absoluta acerca de las simpatías de Alfonso por algún equipo en concreto. Últimamente nuestras laboriosas pesquisas nos han permitido saber que probablemente era del Atlético de Madrid. Su aire resignado cuando veía el partido y bebía su coñac le delataban. Era como si las malandanzas de su equipo del alma -nunca reconocido- se hubieran entreverado en esos huesos que en su final tan mal sufrieron y que tan pronto, tan rápido, se lo llevaron. En realidad, no nos importa demasiado de qué equipo era. Lo importante y por lo que le traemos a esta glosa es que Alfonso nunca faltaba a su cita vespertina o nocturna del domingo, jugase quien jugase, y veía con idéntico semblante y los mismos comentarios al Real Madrid, al Barcelona o al Athletic de Bilbao.
En realidad, a Alfonso el partido no le importaba gran cosa. Lo que le gustaba, aunque no lo pareciera, era entrar por la puerta, con aire de llevar prisa, saludar a los ancestrales compañeros de bar, entre los que se encontraba uno, su padre y alguno más que conformaba el núcleo duro de la tertulia, pedir su copa y su puro y sentarse en su silla, que siempre estaba vacía como esperándole, cruzar las piernas y mirar para la televisión. Todo un ritual, compendio de la tradición española, madrileña, castiza, que el tiempo y los años no terminan de cercenar ni, nos atreveríamos a decir, desgastar. Al revés. El partido del domingo con copa de vino o cerveza y pincho de salchicha gana adeptos en la misma medida en que España y Madrid ganan habitantes año tras año.
Ahora, con la muerte de Alfonso, el bar de la piscina ha quedado algo mustio. Cuando nos enteramos de la noticia, nos miramos unos a otros y todos pensamos lo mismo: “¿qué será del partido del domingo?” Pero el partido del domingo sigue ahí. El Real Madrid está que se sale, es líder, ayer le ganó 0-4 al Ajax y el lunes que viene -herejía- juega un partidazo contra el Barcelona. No hay nada que pueda contra esa actualidad, contra ese arrollador devenir de la pelota de fútbol, ni siquiera la muerte. Aunque sea una muerte tan dolorosa, tierna y repentina como la de Alfonso.
Viene el invierno y uno, mientras ve su partido de domingo en el bar, no puede evitar volver la cabeza y echar una mirada a la piscina. Qué imagen la de la una piscina en invierno, con sus aguas verdes reflejando la luna temprana y helada, su césped alto no cuidado trufado de hojas secas, el viento frío meciendo los árboles desnudos. Qué claudicación, qué metáfora de las estaciones, de la vida, del verano que ya no está y no sabemos si volverá para todos, del invierno, de la muerte. Una piscina en invierno es una cruel lucha contra el tiempo, puede que una imagen de la desolación, vana imagen o desconsoladora realidad que allí existía, que dijo aquel. Como lo es el bar de la piscina sin Alfonso, del que cuesta imaginar que, simplemente, ya no está. Pero quizá sea verdad aquello de que no existe la muerte, sino sólo el olvido. Ayer, Alfonso, Cristiano Ronaldo metió dos goles y va lanzado hacia el Clásico. ¿Dónde lo vas a ver?